El legendario Georges Franju ya llevó al cine en los 60 el dramón de François Mauriac con buen tino y una no menos notable Emmanuelle Riva. Pero las buenas historias siempre pueden prestarse a segundas, terceras interpretaciones, a la ‘mirada del otro’, y esta versión del, a menudo, irregular Claude Miller resulta igualmente atractiva –siempre, eso sí, que lo que a uno le atraiga sea el escrutinio de las cicatrices emocionales más profundas-. Cuenta además Miller con la delicada Audrey Tautou, que parece condenada a quitarse de encima la sombra de Amélie Poulain con cada papel que afronta. Aquí vuelve a lograrlo. Su Thérèse Desqueyroux es cualquier cosa menos una criatura feliz de la vida y entregada a los demás; antes al contrario, sufre el inmenso vacío interior de una mujer de la clase alta, en los años 20, condenada a ejercer de florero y parturienta (mientras sea ‘apta’ para ello) y a ver pasar barcos (literal y figuradamente). Y a envidiarlos.
La novela de Mauriac es un decidido alegato en contra de la cosificación de las féminas, aunque dejando el vino y las rosas a un lado y centrándose en las muchas espinas que hay en el camino. Thérèse pagará caro sus ansias de libertad y, con la Tautou centrando en todo momento la atención, Miller desgrana uno a uno los múltiples bofetones que una dama de entonces podía encajar en su voluntad de no ser más que una cautiva en la imponente casa de campo familiar. Respeta el realizador parisino todo el clasicismo de la novela, y la voz en off de Thérèse/Tautou, bien sea ‘pensando’ cartas, bien hablándonos de su desesperación, aporta el inevitable tono literario. Un tono no siempre compatible con el lenguaje cinematográfico, pero que Miller sabe dosificar y equilibrar para no dejarnos la sensación de haber asistido a una lectura dramatizada del libro de marras.
Dicho todo lo anterior, es de justicia cerrar estas líneas incidiendo en el trabajo de Audrey. Enorme actriz que muta de la inocencia post-adolescente de su personaje a la rigidez que imprimen las horas perdidas en su jaula de oro, hasta llegar al abismo inane de la depresión. Le basta a Tautou con un sutil giro del rictus. Donde otros tiran de histrionismo ella se sirve del silencio, de la mirada, de las comisuras de los labios. Los resultados prueban que si ‘método’ es el mejor.