Asistir a la reconstrucción de los años postreros de Renoir, retratando jovencitas pelirrojas de picnic en la exuberante frondosidad de la Riviera Francesa, ya es tentación suficiente para que los misioneros de la belleza agucen sus sentidos. Pero Renoir da bastante más que eso. Mientras el muy provecto maestro impresionista lucha contra la artritis hasta perder la consciencia –siempre queda un último cuadro que pintar- Gilles Bourdos nos habla de los diferentes personajes que rodeaban y, por qué no decirlo, que sufrían el carácter seco e implacable del artista. Su séquito de criadas, su hijo pequeño y, sobre todo, el otro Renoir célebre: Jean. Todos bajo la inmensa sombra del talento del pintor.
Renoir puede entenderse como la fusión de dos historias inevitablemente conectadas e interdependientes, pero que bien podrían funcionar por separado. De un lado, el viejo Renoir que siente tan cerca el aliento de la muerte como el de la modelo cuyo cuerpo está dispuesto a plasmar desde cualquier ángulo posible. Del otro, las cuitas del que acabaría siendo ese cineasta francés que tomó Hollywood al asalto, aquí todavía indeciso respecto a su vocación, enamorado –como su padre- de esa maniquí de carnalidad casi insultante. Ella, Andrée Heuschling, indujo algunos de los últimos destellos de magia de los lienzos de Auguste y, al mismo tiempo, fue el acicate que Jean necesitaba para entregarse a otro tipo de magia: el celuloide. Bourdos sublima (merecidamente) la figura de quien muchos años después moriría olvidada por el mundo, y la joven Christa Théret la encarna con tal magnetismo que devora literalmente la pantalla. No es la suya la tarea más complicada de Renoir desde el punto de vista interpretativo, ese reconocimiento lo merece Michel Bouquet, su voz profunda, su mirada penetrante, cargada del escepticismo propio de la vejez; pero Théret gana la batalla y eso hasta el propio Renoir lo concedería. Las curvas de esa Dedé son el centro del universo.
Romance y erotismo de alta escuela, la sombra de la parca y los conflictos generacionales, la guerra, el nacimiento de una obra arte… Muy ambiciosa la cinta de Bourdos, que se mueve entre el escrutinio del proceso creativo de La bella mentirosa y el Eric Rohmer más campestre, más lírico. Todo muy francés, por supuesto; extrayendo trascendencia de una hoja que se mece al viento o de una conversación cualquiera entre dos amantes. Sin prisas, como si cada secuencia fuera la secuencia definitiva. Una película hecha, más que ninguna otra, “por amor al arte”. ¿O por el arte del amor? Sea como sea, sólo a los impacientes les estará vetado el disfrute de Renoir. Digámoslo, no temamos sonar pedantes: no es cine para cualquiera. Si eso es una virtud o un tremendo defecto lo discutiremos en otro momento.