Pensaba iniciar estas líneas reflexionando sobre los vanos intentos de las gentes de Hollywood por volver a pulsar la tecla que elevó a William Friedkin y Rega McNeil a los altares del cine de terror in saecula saeculorum. “¡Cejen en el empeño, señores!”, exclamaría. “Aquel exorcismo no se volverá a repetir, sea en Connecticut, en Georgia, a Emily Rose o a la madre del cordero”. Pero el caso es que en Exorcismo en Georgia ni siquiera hay exorcismo que valga (!!!). Ni posesiones, ni demonios, ni niñas malhabladas… Hay una niña, sí, pero se comporta como una bibliotecaria de 70 años; una que se llamara Ruth y llevara los bolsillos llenos de pictolines. La cría ve fantasmas. Su madre también. Y su tía… Y nosotros, claro. Porque durante la hora y media de Exorcismo en Georgia los espectros no paran de hacernos ¡bu!, en uno de los montajes más reiterativos y molestos de los últimos tiempos. Si hay algún obseso de los números en la sala, que haga la prueba; no encontrará un solo plano que dure más de dos segundos. No hablamos ya de dejes de videoclip, Exorcismo… tiene las hechuras de un tráiler interminable, como si el proyector, mareado de tanto deja vu, vomitara los mil y un tópicos del género en nuestra cara.
Por no haber no hay en la cinta de Tom Elkins conexión alguna con la aceptable Exorcismo en Connecticut, a pesar de que el título original la vende como secuela. No es que inventarse algún tipo de nexo entre una y otra historia hubiera mejorado las cosas, pero se suavizaría considerablemente la sensación de que Elkins y los suyos han pretendido seguir la estela de un pseudo-éxito reciente pariendo este guión en un par de tardes, botellas de Jack Daniel’s mediante. Al menos habría denotado un cierto esfuerzo neuronal. Pero, por desgracia, aquí el único esfuerzo corre a cargo del espectador que consiga llegar al final de semejante montaña de mediocridad sin mandar un solo tweet. Mientras tanto, la figura de alguien como William Friedkin se eleva, y se eleva, y se eleva… casi, casi hasta el espacio sideral.