Violeta-se-fue-a-los-cielosHay dos maneras diametralmente opuestas de afrontar un biopic: o se opta por ceñirse a lugares, datos, sucesos –a hacer de historiador, en otras palabras-, o bien se obvia lo circunstancial, lo accesorio, y se concentran los esfuerzos en la personalidad del interfecto. Ambos enfoques son válidos y ambos nos han proporcionado a lo largo de los años tantos momentos de gloria como sonoros batacazos. El seguir uno u otro camino, eso sí, ha depender del perfil del personaje que se tenga entre manos; a más aristas, a más profundidad, más se necesita hurgar en la tela de araña de su psique, no tanto en su trayecto vital.

Violeta Parra, probablemente la cantautora latinoamericana más importante e influyente que ha existido, merecía, qué duda cabe, el segundo de los tratamientos. Así lo entendió también el director Andrés Wood y así es como ha enfrentado la tarea de transmitir la esencia de la gran Violeta. Pero no me malentiendan; hay rigor en Violeta se fue a los cielos, ahí está el pueblo donde nació, el ambiente humilde que marcó su infancia, su compromiso político y para con el pueblo indígena, su larga estancia en París… Sin embargo, es la ‘piel dura’ de Violeta lo que Wood sublima, la misma que se quebraría por un amor no correspondido que la llevó a meterse una bala en la sien a los 49 años.

Y aunque las penas de amor marcaran el final de Parra, Wood, asimismo, entiende lo injusto de presentarla como una simple víctima de cupido. Por ello, a través de flashbacks, simbolismos y, por supuesto, esas músicas bien enraizadas en el corazón de la cordillera chilena, lo que Violeta se fue a los cielos va dibujando es el retrato de una mujer curtida, temperamental, tan pasional como incorruptible, que respiraba arte y creatividad por cada poro de su piel. Wood, no obstante, se cuida mucho de perderse en la idealización; no pasa por alto el carácter a menudo intransigente de la cantautora, su humor cambiante, sus tendencias casi bipolares. Como habría sido, intuyo, voluntad de la propia protagonista, su biopic tiene, además, mucho de comunión con la madre tierra, con los orígenes de los pueblos de América Latina. Apenas introduce el director de Machuca paisajes urbanos; en su película sólo hay luz del sol, monte, aldeas remotas. Todo lo que, en definitiva, moldeó a aquella india orgullosa que, a pesar de los pesares, daba “gracias a la vida, que me ha dado tanto”.

Capítulo aparte merece el trabajo de Francisca Gavilán. Sólida como una roca de los Andes, aportando la presencia y la viscelaridad esenciales para encarnar a semejante fuerza de la naturaleza. Para más inri, Gavilán se atreve a poner ella misma voz al cancionero de la Parra, y pasa el exámen con matrícula de honor. Para cuando llegan los créditos finales de la cinta, la imagen de Violeta Parra se ha transformado en nuestro cerebro en la de la rotunda Francisca, y me pregunto si no lo habrá hecho de forma irreversible. Impresionante esta actriz santiaguina de la que, por desgracia, ni teníamos noticia hasta la fecha, y es muy probable que tampoco las tengamos en el futuro, salvo que alguna filmoteca acuda al rescate. No es Salma Hayek encaprichándose durante tres meses de Frida Kahlo para volver enseguida a su polvo de estrellas. Tampoco Wood es Spielberg, santificando al dichoso Lincoln. Ni Gavilán, ni Wood, ni Violeta se fue a los cielos parecen destinados al estrellato, aunque, ¿a quién le importa? El espíritu de Violeta Parra aún perdura, y ella renunció a los oropeles de la fama para ofrecer canciones y buen vino en una pequeña carpa de madera a quienes de verdad quisieran escucharla. Violeta se fue a los cielos debería seguir sus mismos pasos; ahí quedará para los que quieran encontrarla.