Para un españolito medio la reflexión más recurrente durante y tras el visionado de El ejercicio del poder es obvia: ¿por qué en la piel de toro nadie hace películas sobre políticos?No hablamos de guerras civiles ni de cinema verité que retrate las vicisitudes de vivir en Vallecas. Aguirre, De Guindos, ZP, Rajoy… ¿A nadie le interesa inmortalizarlos en la gran pantalla? ¿O su ausencia de nuestras carteleras tendrá que ver con los cartelitos del Ministerio Cultura que suelen adornar lo créditos del grueso de nuestra filmografía? Sólo Berlanga, cómo no, se atrevió a mandarlos a Todos a la cárcel en su cinta más profética. El resto calla.
Por eso la envidia sana nos corroe ante la libertad con la que Pierre Schoeller airea las vergüenzas de la alta política francesa. Como si se hubiera colado de incógnito en el Ministerio de Transporte –es el titular de esa cartera el canalizador de su cinta- asistimos convenientemente asqueados a la milimétrica representación de que lo que en el fondo ya sabíamos: ningún ministro que se precie asume el cargo para solucionar los problemas de nadie; sólo cuentan las encuestas de intención de voto y la reelección. Schoeller analiza con tino a la casta de los representantes del pueblo; su absoluta desconexión con la realidad mundana, su incapacidad para dar un solo paso sin el consejo de una cohorte de asesores y cobistas. Hay incluso algo de patético en este Bertrand Saint-Jean que encarna Olivier Gourmet, que se sabe títere de otras instancias que, a su vez, no tienen ni la voluntad ni el poder de cambiar nada. La perpetuación del statu quo es el primer y el último objetivo de cada medida firmada sobre papel mojado, de cada discurso.
Es fácil caer en el maniqueísmo al retratar figuras tan reconocibles como las de El ejercicio del poder, pero Schoeller se cuida muy mucho de ello. Su ministro no es ningún cliché con patas, más bien un funcionario que ha subido demasiado alto como para permitirse la sola idea de la caída, aun a sabiendas de que casi nadie (del pueblo llano) se sentaría a la mesa con él y que los buenos amigos, si alguna vez los hubo, desaparecieron hace tiempo bajo sus botas de escalador. Ese es el mensaje definitivo del director francés: no medra más quien más sabe sino quien más traga.
Sí, asqueado le deja a uno la fábula (in)moral de Pierre Shoeller, pero hay algo de alivio en esa repulsa; al menos queda gente dispuesta a filmar algo más que sandeces y escapismos baratos. Schoeller porta ahora esa antorcha en Francia como Nanni Moretti lo ha hecho en Italia durante los últimos 20 años. Incluso en los vilipendiados Estados Unidos de Norteamérica hay quien saca los colores a los poderosos entre las grietas que dejan avatares, hombres de hierro y demás sedantes del encefalograma. Pero Spain is different también en esto. Siempre nos quedarán las ceremonias de los Goya.