El cine de Carlos Sorín no es para cualquiera. No han de esperarse de él historias más grandes que la vida –al contrario, ya que suyas eran aquellas Historias mínimas-, ni héroes, ni villanos. Ni siquiera dramas demasiado intensos, porque en sus películas el drama, si llega, lo hace con la misma parsimonia balsámica de todo lo demás.
Sorín carga con la antorcha de la gente corriente, a menudo incluso gris, a menudo perdedores resignados pero en paz consigo mismos, y casi siempre embarcados en viajes a ninguna parte a través de la eterna llanura Argentina. Nadie retrata como él esos paisajes en los que el tiempo está suspendido hasta nuevo aviso.
Días de pesca imagina la travesía de un hombre cualquiera hasta la misma Patagonia para reencontrarse con su hija (y resolver conflictos pasados) y aprender a pescar tiburones. Eso es todo. Los tiburones, sobra decirlo, no serán los de Spielberg, y los conflictos no se resolverán a golpe de trágica catarsis. La vida no es así, y Sorín es, ante todo, un excelente fotógrafo de la vida. De la vida sencilla; de los placeres breves y la amabilidad de los extraños.
No, el cine de Sorín no es para cualquiera. Conectar con su ritmo y su manera de ver el mundo sólo está al alcance de aquellos que conserven una mínima capacidad para la contemplación. Nada exagerado, porque el bonaerense rara vez lleva sus metrajes más allá de la hora y veinte, pero aun así, en la era de los smartphones y la tele a la carta, no parecen quedar muchas mentes prestas a concentrarse más de cinco minutos en una pantalla que no estimule a cada segundo los cinco sentidos. Días de pesca, La ventana, Historias mínimas… calman los sentidos, los mecen. Y es que, ¿por qué correr si se puede pasear?