Pasan los años y, salvo aventuras fallidas muy puntuales, Vinterberg se destaca más y más como el hacedor definitivo de historias con potente carga dramática. Pocos tienen su capacidad para trazar perfiles psicológicos y pisar a fondo el pedal de la intensidad emocional sin descarrilar en la encrucijada del sensacionalismo y el morbo. Lo demostró firmando posiblemente la obra más sólida de todo el movimiento DOGMA, la tremenda Celebración, y 15 años después vuelve a dejar claro con esta La caza que juega en una liga muy diferente a la del común de los realizadores contemporáneos.
Y bien, ¿qué mal trago nos ha servido Thomas esta vez? Uno amargo, muy amargo, que podría partir de una reflexión bastante sencilla: ¿qué sucede si una cría de cinco años, llevada por una imaginación desbocada y ciertas carencias afectivas, acusa a un profesor de su guardería de haber abusado de ella? Esa es la premisa. Pero La caza no es esa pregunta, sino su respuesta. Vinterberg dispone los hechos y desarrolla con maestría las consecuencias. Es aquí donde su pericia en la observación de la psique humana marca la diferencia hasta hacernos empatizar con casi todas las reacciones de los muchos personajes en liza, reservando un lugar especial para el calvario del inocente linchado y vilipendiado –un gigantesco Mads Mikkelsen-, pero sin desdeñar o sojuzgar a padres, amigos, jefes, familia… Todos hacen lo que cualquiera haría ante tan terribles sospechas; ante aquella ‘duda’ que hace unos pocos años mortificó a una Meryl Streep con hábitos monjiles por cuestiones similares. Duda que no alberga el espectador, el único, junto al protagonista, a quien Vinterberg hace poseedor de la verdad con un par de sutiles e inteligentísimas pinceladas marcas de la casa dentro de ese guión absolutamente ejemplar.
El realizador danés no juega al despiste ni a las intrigas. No es eso lo que le interesa. No lo necesita. En el fondo de La caza subyace sólo otra fotografía más de un mundo, el nuestro, en el que se recela de cualquier cosa porque existe la certeza de que, efectivamente, hasta los actos más depravados son posibles e incluso habituales. La mera acusación, con según qué cuestiones de por medio, supone una mácula que ni un millón de pruebas recusatorias pueden hacer desaparecer. El propio Mikkelsen, que ahora para más inri anda metido en la piel de Hannibal Lecter para la serie que narra los ‘años locos’ del doctor, debe llevarse más de una mirada de desconfianza en el metro o en la sección de congelados. Porque así somos, aunque sea por momentos muy duro de aceptar el reflejo que nos devuelve el infalible espejo del señor Vinterberg.