Sólo se le puede poner un pero a esta denuncia que Vicari hace de la brutal represión policial ejercida durante una reunión del G8 en Génova, en 2001, y tiene que ver con una cuestión capital en estos casos; lo cerca o lo lejos que uno se quede de esa utopía llamada objetividad. Díaz es fiel a los hechos, nadie lo puede negar; no obstante, y aquí es donde a Vicari le puede su simpatía por la causa de sus protagonistas, una historia como esta no necesita de personajes idealizados hasta el extremo, como no era necesario un Oscar Schindler hincando las rodillas en el suelo, doblado por el arrepentimiento, para contar las miserias del holocausto judío.
Vicari obvia, y no debiera, los disturbios previos a esa escabechina en una suerte de albergue para manifestantes –apenas muestra a un par de exaltados quemando coches-, lo que lleva al espectador ignorante de las circunstancias a pensar que la policía salió de caza en la noche de autos ‘porque sí’. Y casi nada en este mundo sucede porque sí. Los historiadores serios deben prestar tanta atención a las causas como a los efectos, no importa que esos efectos sean absolutamente fascistas en inhumanos; hurtar la causa, por afín que nos sea,es siempre una maniobra de manipulación. Convertir a los jóvenes anticapitalistas, anti-G8, en meros hippies del siglo XXI, felices y danzarines, es manipular. No enseñarnos el caos vivido en Génova esos días de Julio de 2001, es manipular.
Como pieza testimonial del abuso de poder Díaz roza la maestría, es tan realista como espeluznante. Como cine político es panfletaria y hasta tópica. Los buenos son muy, muy buenos, los malos muy, muy malos. Siguiendo la estela del realizador italiano, si a continuación un director cualquiera relatase con el mismo detalle lo que supone formar parte de un pelotón de antidisturbios, si se limitara a retratar la lluvia de cócteles molotov y piedras y los rostros furibundos de rabiosos ‘anti-sistema’ e ignorara por completo qué es lo que mueve la protesta callejera, qué pide esa gente, qué les tiene tan cabreados, quizás podríamos llegar a convencernos de que los de las porras actuaban en defensa propia o, como mínimo, presa de un estrés importante. Que esos jovenzuelos gamberros se lo andaban buscando, en definitiva. Ante esa otra visión de los acontecimientos Vicari tendría que callar; ha hecho algo parecido en Díaz. Con enorme pericia y muy buenas maneras, pero perdiendo por completo de vista la senda de la imparcialidad.
Moraleja: si quieren ustedes clases de historia, acudan a la biblioteca más cercana.