Tierra-Prometida-Van-SantCinismo sería un término más que apropiado para endosar a una película hecha, en parte, con dinero de los Emiratos Árabes y que trata de denunciar las maléficas y carroñeras artes de las empresas de gas natural que cruzan los Estados Unidos de punta a punta en busca de pueblos arruinados a los que sacarles por cuatro perras sus recursos subterráneos, con todo el riego que eso supone para el futuro medioambiental del lugar. Perro así están las cosas. La globalización conduce a estas encrucijadas morales que, en cualquier caso, nada tienen que ver con el cine.

Con el cine, sin embargo, sí tiene que ver Gus Van Sant, que aquí se olvida de sus adolescentes ‘outsiders’ y su espíritu ‘indie’, pone el piloto automático y, tirando de oficio, despacha una cinta de protesta a la manera de Hollywood; es decir, sin tocar las narices en exceso a los acusados. Con el cine tiene que ver también Matt Damon, solvente protagonista de la historia y firmante, mano a mano con John Krasinski, de un guión sin grandes alardes pero efectivo (y efectista) que engancha al tiempo que masajea conciencias –ya se sabe, aquello del avioncito y la cucharada de papilla para el niño reacio a comer-. Y con el cine, cómo no, tiene que ver la maravillosa Frances McDormand, aportando su campechanía y ese sentido del humor que le brota casi sin pretenderlo.

De todo lo anterior no debe desprenderse que Tierra Prometida fracase a la hora de exponer ante el ojo público las mencionadas maquinaciones de los ogros energéticos. Las cartas se ponen sobre la mesa y están claras; pero esto es espectáculo, la fábrica de sueños, la demagogia y los cantos de esperanza por un futuro mejor… Nada que ver con la realidad y, desde luego, en tiempos de zeitgeists, escraches y la red de redes que todo lo ve, lo de Van Sant dista mucho de ser el medio ideal para informarse de lo que acontece entre las multinacionales del gas y los campesinos a los que ya sólo les queda por vender la tierra de sus antepasados. Tierra Prometida es tan representativa de tales asuntos como Friends lo era de las cuitas de los veinteañeros neoyorquinos, aunque, como nos pasaba con los Geller, con Chaendler, Phoebe y compañía, podamos llegar a pasar muy buenos ratos. En lo tocante a la cinta del director de Mi Idaho Privado, no tan buenos ratos, ni tan poéticos, ni con tanto fondo, como los que nos procuró hace tres décadas Bill Forsyth en su día con Local Hero, de mimbres argumentales muy parecidos a los de la cinta de Van Sant y con todo un Burt Lancaster en la piel del ejecutivo arrepentido. De hecho, por seguir enlazando conceptos, Gus le ha entregado a la generación que creció con Friends su Local Hero particular; ideal para iniciar un buen debate social desde el mullido sofá del Central Perk. Debate exquisitamente superficial, eso sí; no vaya a ser que, como Gil de Biedma, acabemos descubriendo “que la vida iba en serio”.