«Me rompe el corazón”, responde un crío de apenas 8 o 9 años a su profesora cuando ésta logra sacarle a duras penas del estado de shock en que se encuentra tras confesarle, entre la vergüenza y la tristeza infinita, que cierto grandullón le saluda a diario con algo parecido a un “¡Qué pasa, marica!”. Así dice sentirse. Así nos lo cuentan sus ojos. Y así nos deja el corazón el documental de Lee Hirsch, que ahonda en una de las peores lacras de Occidente, especialmente sangrante en el país de los ‘ganadores’ y los ‘perdedores’: los Estados Unidos de Norteamérica.
Aunque las formas luminosas e impolutas de Hirsch y su mensaje final y vitalista –siempre made in USA– puedan ayudar a rebajar las dosis de dolor reinante, es imposible para el espectador sobreponerse a la imagen de un chaval ayudando a cargar con el féretro de su mejor amigo, que acaba de suicidarse por mor del régimen del terror al que era sometido en su colegio, o a las continuas vejaciones que sufre en el autobús escolar otro de los chavales cuyos pasos Hirsch sigue.
Bully hace daño, sí; pero su capacidad de concienciación se adivina poderosa, con lo que el viaje a los infiernos personales de estos pequeños marginados sociales merece, y mucho, la pena. Hirsch y su equipo probablemente salven algunas vidas y ayuden a enderezar otras muchas gracias a este muestrario de los mil horrores intramuros de los centros escolares yanquis. Horrores que, en el fondo, no son más que fiel reflejo de las comunidades y los colectivos donde germinan; cada vez más desalmados, cada vez más ajenos al sufrimiento “de los otros”. Cualquiera de los protagonistas de Bully podría ser el centro de atención de la próxima Bowling For Columbine –“alguna vez querría ser yo el que intimidara”, espeta el joven Álex, el ‘punching ball’ con patas de la clase-, y eso da mucho miedo. Por todo ello no es en absoluto baladí la tarea que se arroga con éxito Hirsch; acudir a la raíz del problema, y denunciar. Porque no hay monstruos, sólo humanos con los valores corrompidos. No hay causa sin efecto ni efecto sin causa. De nuevo, no hay ‘columbines’ sin ‘bullys’.