¿Queda algún gay por salir del armario en la moderna/vieja Europa? Bueno, quizás no en los pasillos de Telecinco pero, para bien o para mal, el mundo no termina entre los muros de la ‘cadena amiga’, y Andrew Haigh se propone con Weekend entregarnos una suerte de manifiesto normalizador del ambiente homosexual. Lo gay está de moda; es un potente lobby que marca tendencia en lo estético y en lo ideológico, sin embargo, ¿qué hay de todos esos hombres que se sienten atraídos por otros hombres pero que no encajan en ninguno de los estereotipos que el cine o las revistas les venden? Ahí es donde el realizador inglés quiere llegar, tomando como eje central de su historia a un tipo corriente y moliente que no desea formar parte de colectivo alguno, sólo encontrar lo que todos buscan: felicidad, amor, estabilidad…
Haigh desgrana las inquietudes de este Russell con toda la desnudez (literal y cinematográfica) de la que es capaz, a través de interminables diálogos, para dejar claro que ser homosexual y no responder a los clichés habituales puede suponer una losa muy pesada o que, por supuesto, la sociedad sigue sin estar del todo preparada para ver a dos hombres besándose. El beso de un hombre y una mujer es romántico, el de dos hombres tiene algo de sucio, de perversión.
Todos esos tabúes, esas falsas concepciones, saltan por los aires en Weekend, en buena parte gracias al trabajo de Tom Cullen y su habilidad para construir un personaje de tremenda fragilidad, debatido entre su condición sexual y la certeza de que presentarse ante los demás como gay sin complejos cambiará irremediablemente el concepto que tienen de él. Por eso prefiere demostrar sus sentimientos sólo en privado o en esos clubes que Haigh retrata como guetos autoimpuestos en los que no parece fácil imaginar romances de largo recorrido y sí tórridos desahogos sexuales. Aunque no es algo que entre a juzgar ni a prejuzgar; lo que le interesa es mostrar la dualidad que parece negárseles a los homosexuales varones: hay noches de sexo anal y cocaína, pero también desayunos en la cama, confidencias íntimas y lágrimas en el andén.
Podría pensarse que a estas alturas la temática de Weekend ni es original ni valiente; que todo esto ya quedó superado hace 50 años en la Factory de Warhol. Pero pensar es humano, y equivocarse lo es aún más. Weekend no son las locas voladoras de Almodóvar ni los gays sofisticados que suelen hacerse amigos de Jennifer Aniston o Drew Barrymore. La moderna/vieja Europa es mucho menos moderna de lo que se cree que es y, si no, observen las muecas de cualquiera ciudadano medio durante el visionado de la cinta de Andrew Haigh. Muecas de incomodidad, tal vez de espanto; porque sólo habrán entrado a ver Weekend por error. ¿O seré yo el carca?