A pesar de que Michel Franco parte del drama de una madre (y esposa) ausente –la Lucía del título- pronto deriva el realizador mexicano hacia lo que en realidad va a ser el leit motiv de Después de Lucía: el bullying escolar. La conexión entre ambas situaciones es mero hilo argumental, no hay causa-efecto ni aparente justificación, aunque no cabe duda de que la losa emocional que la protagonista (Tessa Ia) arrastra contribuye a que el infierno que está por venir en forma de vejaciones de todo tipo y vídeos sexuales colgados en internet resulte así más descorazonador si cabe.
Franco parece haber estudiado bien el modus operandi de cierta chavalería; sus peligrosos juegos y su incapacidad para mostrar la más mínima empatía cuando arremeten en grupo contra la víctima de turno. Lo que ninguno de ellos haría por iniciativa propia se ejecuta sin piedad cuando la masa (grande o pequeña) les jalea. Ya se sabe, mejor lobo que cordero.
También habla Después de Lucía de machismo. No se entiende el calvario del personaje de Ia sin ese machismo latente que quizá no aparece en las portadas de las revistas de moda que sus compañeras leen, las que las hacen ‘mujeres liberadas’, pero que instintivamente las llevan a llamar “puta” a esa chica nueva que “folla en la primera cita”. Lo de sus pares masculinos no es tan paradójico; se limitan a conducirse como los orangutanes venidos a más que son.
Estos niños salvajes mexicanos son, como los de nuestra Patricia Ferreira, el signo de los tiempos. Las peleas navaja en ristre de Rebelde Sin Causa y similares casi tienen algo de honorable al lado del tipo de agresión tan cobarde, tan gratuita, que cintas como la presente inmortalizan con no poco rigor y objetividad. Si será para que las generaciones futuras se horroricen ante su visionado o sonrían sarcásticamente por lo ‘light’ que les resultará lo aquí mostrado, no tardaremos en descubrirlo. En cualquier caso, nadie podrá decir que el cine se mantuvo al margen del problema.