Si Wolfgang Petersen firmó el alegato antibelicista definitivo contagiándonos la claustrofobia y la angustia de un puñado de soldados alemanes atrapados en El Submarino, Samuel Maoz va más allá, al menos en lo que se refiere a las atmósferas opresivas, y nos encierra en un mugriento tanque junto a cuatro reclutas durante la guerra del Líbano a principios de los 80. Y a fé que, salvo el olor (digamos hedor) que se respira entre esas cuatro paredes metálicas, que sólo podemos intuir, el realizador israelí logra que nos hagamos una idea meridiana de lo que supone pasar días enteros dentro de las tripas de un sarcófago con ruedas.
Pero Lebanon no se queda ni mucho menos en la mera experiencia sensorial; la voluntad última de Maoz es mostrar lo irracional del conflicto armado, sea en Beirut o en Timbuctú. La paranoia de unos soldados que ya no tienen claro quién es el enemigo, la sistemática aniquilación de inocentes, las frías e inmisericordes órdenes que espetan los generales desde sus sillones de cuero… Todo ello visto a través del maltrecho periscopio de un no menos malherido carro de combate.
No se necesita más para golpear con brutal dureza la conciencia de los que relacionan la guerra con conceptos como honor, heroísmo o patria. Nada de eso flota en el ambiente de Lebanon. Sólo sangre y horror, locura y caos. Sólo destrucción.