Ciudad-de-vida-y-muerte-aAllá en Japón han puesto el grito en el cielo por la manera en que Chuan Lu ha retratado el cerco y posterior sometimiento de la ciudad de Nanjing a manos del ejército nipón durante la Segunda Guerra Mundial. Según los hijos del sol naciente, el director chino ha cargado las tintas en exceso; que ellos no son tan malos como los pintan, en otras palabras. Pero no se trata aquí de buenos o malos, ni de preguntarse por qué Lu no se dedica a glosar los atropellos contra los derechos humanos que a diario se producen en su patria; “Ciudad de vida y muerte” se centra en unos hechos concretos ante los que no hay discusión posible y, cuando hablamos de guerras –muy especialmente de la Segunda Guerra Mundial- la historia nos enseña que no existe eso de ‘cargar las tintas’, porque ninguna película, por dura que sea, puede acercarse al espanto real de los conflictos armados.

Después de los ‘y tú más’, de las explicaciones correspondientes, toca hablar de “Ciudad de vida y muerte”, la película de la discordia. Una cinta que es retrato en blanco y negro de los hechos comentados y de la que no se ha de esperar ningún canto a la redención o el lavado de conciencia de rigor. De hecho, hay en la Nanjing ocupada por los japoneses una suerte de Oscar Schindler de los refugiados chinos, un tal John Rabe (John Paisley), que, sintiéndolo mucho, toma las de Villadiego cuando las cosas se ponen verdaderamente feas. Y sí, el hombre llora, se desploma sobre sus rodillas, se lamenta por los caídos… pero apenas si alcanza a salvar un par de vidas, porque en la antigua capital de China no quedó hombre sin fusilar/defenestrar/enterrar vivo ni mujer sin violar, siempre, por supuesto, según el testimonio fílmico de Lu, que, ni siquiera, como pueda presuponerse ante ese aluvión de críticas niponas, se excede con la sangre o las imágenes de la masacre. No necesita hacerlo cuando, gracias a una puesta en escena precisa e hiperrealista, su cámara, mire a donde mire, devuelve siempre la visión misma de la destrucción: una ciudad reducida a polvo y un ejército pasando por encima de la población civil como quien pisa una fila de hormigas. Lu se ha provisto de no pocos medios para recrear el pandemónium asiático, aunque hace un uso comedido, casi espartano, de ellos; no hay un plano de más, la banda sonora hace acto de presencia en momentos muy puntuales –para apoyar el relato, como debe ser-, y los diálogos son en su gran mayoría meramente circunstanciales. Con el material que tenía entre manos, sobran las palabras.

Películas como “Ciudad de vida y muerte” suelen ir a parar al saco de los alegatos anti-belicistas, por aquello de dejar constancia de sucesos que no deben volver a repetirse. Sin embargo uno llega a pensar que, antes que un sermón, obras tan desgarradoras como ésta son radiografías directas y sin paliativos que constatan la vileza humana. Se pueden colocar los “peros” pertinentes, se puede hablar de locura colectiva o de excepciones. No importa. “Ciudad de vida y muerte” no es ni más ni menos que un espejo en el que miramos a nuestros antepasados, es decir, a nosotros mismos. Por eso es tan efectivo, tan inteligente, el trabajo de Chuan Lu: no aterran tanto los actos cometidos como la frialdad o la asombrosa naturalidad con la que se ejecutan. No son hombres con cuernos y patas de cabra, sólo soldados que apenas si han cumplido la mayoría de edad. El ‘horror’ del que hablaba el Coronel Kurtz no es, a fin de cuentas, sino parte de nuestra naturaleza.

Los visitantes extraterrestres harían bien en echarle un vistazo a obras como esta antes que repasar las sinfonías de Beethoven o las Siete Maravillas del mundo antiguo. Básicamente, para saber lo que se les viene encima.