El personaje de Charlotte Rampling en “Toda la culpa es de mi madre” –es la madre del título, claro- resume en sí mismo tanto los aciertos de la cinta de Cécile Telerman como sus flaquezas. Rampling encarna a una mujer de la alta burguesía parisina, fría como el hielo, elitista y despiadada en sus juicios de valor; un conjunto de clichés que ni siquiera la veterana actriz inglesa es capaz de transformar en algo creíble. Su Mady Celliers, afectadísima, casi paródica, parece por momentos formar parte de otra película, quizá una de esas farsas sobre la superficialidad, sobre el vacío interior de las clases pudientes; totalmente despegada del resto de sus compañeros de reparto que sí dan el perfil de lo que, se supone, es “Toda la culpa es de mi madre”: un drama familiar de hijos disfuncionales que apuntan a sus padres como raíz de todos sus padecimientos. A partir de ciertas revelaciones personales, sin embargo, Mady se ve forzada a poner los pies en el suelo, a abrirse, a dejar que afloren los sentimientos y, entonces sí, la Rampling encaja de repente y como la tremenda actriz que es en el entramado emocional de Telerman.
Ese desequilibrio que a efectos actorales afecta sólo al rol de la gran Charlotte corre paralelo a la inverosimilitud de una historia que pretende reflejar realidades y relaciones muy determinadas pero lo hace a golpe de casualidades y rocambolescos giros del destino. Situaciones demasiado premeditadas como para que la tensión dramática fluya con naturalidad o poder encajar de buena gana su ‘mensaje’. Un mensaje que en el fondo no es otro que esa ley no escrita según la cual los hijos tienden a cometer los mismos errores que los padres.
Lo sólido del elenco, en el que brilla especialmente Mathilde Seigner –la hermana expresiva de Emmanuelle- como una rebelde sin causa, perdida entre sus traumas y sus miedos, y una brillante batería de cuidadísimos diálogos –sobre los que también se alza la sombra de la (sobre)premeditación, aunque aquí para bien- salvan a “Toda la culpa…” del fiasco. Si el guión, visto como un todo, resulta forzado y tramposo, secuencia a secuencia, tomadas por separado, la película termina por funcionar y, aunque no es ni mucho menos la profunda reflexión sobre la familia y lo relativo de los lazos de sangre que su autora parece creer, sí que resulta en una elocuente sucesión de cuadros sobre el amor, el complejo de inferioridad ante una figura paterna poderosa o los celos fraternales. Un puzzle que cobra mucho más sentido con sus piezas dispersas que una vez montado.