Cuando Amy MacDonald irrumpió en el panorama musical hace tres años con su guitarra al hombro y su colección de testimonios de amor y otras hierbas post-adolescentes en forma de canciones que daban forma a su “This is the life”, aquella chica algo regordeta, bellísima, de profundos ojos claros, tenía de su parte un valor capital en cualquier expresión artística: el de la inocencia, la ingenuidad. MacDonald contaba con una voz cargada de dramatismo, ideal para decorar las cuitas y los sueños de andar por casa de una chica escocesa -ya entonces en “Let’s Start a Band” hablaba de reinar en Glastonbury, o en la portada de la Rolling Stone-; tenía también el talento para convertir todo aquello en temas sencillos de fácil digestión y que, lógicamente, calaron en los huesos de la chavalada. El multiplatino, la fama y, sí, Glastonbury también, eran suyos. En casos como el de Amy, que ha de crecer como persona y como artista al mismo tiempo que digiere una avalancha de popularidad y elogios, la reválida es un momento crítico: ¿repetir la fórmula esperando que siga funcionando? ¿tratar de reinventarse por su cuenta y riesgo? ¿dejarse caer en manos del productor de turno para ‘pulirse’ un poco? Es complicado, desde luego, y hay quien, presa del pánico ni siquiera llega dar ese segundo paso. MacDonald lo ha dado y se ha decidido por la tercera de las opciones, prologando ese pulido más allá de las labores de producción. Amy aparece ahora muchísimo más delgada y, por qué negarlo, con los kilos ha perdido algo de su calidez y se le ha quedado un cierto rictus de frialdad. Por lo que parece también se han encargado de renovarle el fondo de armario a la de Bishopbriggs. Es hora de convertirla en una ‘pop star queen’ -una de verdad-, metamorfosis por la que han pasado muchas otras antes que ella (Shakira, Jewel, Shania Twain…) y que, en la mayoría de los casos acaban por enterrar cualquier poso del artista original, del talento original, en favor de la imagen y lo trendy.
De acuerdo, Amy todavía no luce escotazo ni se arranca a bailar, pero tiempo al tiempo porque en “A curious thing”, aunque en el fondo siga subyaciendo el mismo tipo de canción, la misma lírica de la juventud desencantada que en “This is the life”, algunos arreglos pseudo discotequeros y elementos tan alejados de su primer trabajo como guitarras distorsionadas o samplers hacen suponer que ya hay quien dirige la carrera de Amy para alejarla de aquella senda folk-pop, muy agradecida pero no tan provechosa ni tan vendible como el material mucho más estandarizado que ahora presenta. Quizá uno se haya vuelto demasiado cenizo y Amy MacDonald haya desarrollado de aquí a diez años una carrera coherente, con identidad propia, pero ahora mismo su mayor problema reside en la credibilidad de su discurso, fácil de encajar cuando lo defendía con unas bambas y un jersey de lana, pero más fácil aún de tumbar si lo camufla con el maquillaje y la ropa de diseño.
En cuanto a las canciones, incluso con vestidos más o menos horteras, más o menos chirriantes, MacDonald no ha perdido el ‘touch’: a un single tan redondo como “Don’t tell me that is over” le siguen una docena de cortes con similar gancho. Y aunque a uno le cuesta creer eso que canta en “Ordinary Life” (“sólo quería una vida normal”), la música acaba imponiéndose a los conflictos de corte ético/mortal. Lo que se dice un ‘guilty pleasure’ en toda regla, pero para eso, para los ‘placeres culpables’ propios y ajenos necesitaríamos un par de cientos de páginas más. Por ahora, Amy está en cuarentena y bajo sospecha, pero la disfrutamos igual.