En aquel breviario por segmentos de sus neuras, sus filias y sus fobias que constituía Caro Diario, Nanni Moretti galopaba millas y millas a lomos de su Vespa hasta algún rincón remoto de las playas de Ostia, a las afueras de Roma. El paisaje, en general agreste y vulgar, plagado de viveros y cercado por alambradas, no era, evidentemente, lo que interesaba al Woody Allen italiano. No. Iba Moretti en busca de Pasolini, del lugar donde a duras penas inhaló sus últimas bocanadas de aire mientras un prostituto llamado Giuseppe Pelosi le rompía el alma a patadas y al grito de “¡Maricón comunista!” para acabar pasándole por encima con su coche. El destino, la casualidad –llámenle equis- posibilitó así lo que en el fondo era deseo de los guardianes de la moral del Vaticano y territorios adyacentes: alejar a Pasolini del mundo. Allí levantaron una estatua de dudoso gusto en su honor y hacia allí peregrinan sus pertinaces detractores a dedicarle grafitis muy poco originales empapados de homofobia, odio clasista y bilis católica.
Pero no importa. Si Pasolini continúa engendrando reacciones facciosas a lo largo y ancho del orbe, bien rebasados los albores del siglo XXI, eso sólo puede significar que supo cómo hacer su trabajo, y su trabajo no consistió más que en alcanzar la libertad por el exceso, conquistarla desde los extremos. Antes que dejarse mecer en el trono de los elogios cosechados por películas o libros Pier Paolo no sólo no se retractó jamás de todas esas “ofensas” a la chusma bienpensante sino que, muy al contrario, unos meses antes de morir se despachó a gusto con su obra más brutal; la más obscena, la más insidiosa y, por supuesto, la más libre. ¿Fue Saló (o los 120 días de Sodoma) la gota que colmó el vaso de la inquina? ¿Decidieron aquellos metros de celuloide la suerte de nuestro protagonista? Hay no poco romanticismo en esa idea, en la teoría de la conspiración, y las fosas comunes están llenas de huesos que cargan con pecados mucho más livianos que aquellos que Saló presentaba y representaba, pero a la vida le gustan las líneas rectas, así que lo más probable es que la triple pe fuese víctima de sus apetitos carnales, de un chulo de tercera, de un don nadie con demasiada testosterona y escasas entendederas.
LA REPÚBLICA DE LA INFAMIA
Para comprender mejor Saló, su contexto –incluso su propio título-, debemos retrotraernos a la juventud de Pasolini, a esa República Social Fascista que Mussolini se sacó de la manga y donde se enrocó en franco retroceso ante el avance aliado. Allí Pier Paolo entró en contacto directo con las malas artes nazis; con la crueldad de la que sólo el ser humano es capaz, su mezquindad, su bajeza moral.
Es allí también donde, imaginariamente, se desarrolla la viciada acción de su último film. En un regio caserón, un pequeño grupo de hombres poderosos, un cura, un político, un juez y un aristócrata, se aíslan del exterior acompañados de varias prostitutas y unos cuantos jóvenes, chicos y chicas pertenecientes a familias caídas en desgracia, secuestrados para la ocasión. Dividida en cuatro partes, Saló muestra a las claras las mil y una torturas, la mayoría de carácter escatológico-sexual, a las que esos próceres de la sociedad someten a sus ‘invitados’. Cómo la espiral de la perversión es un camino de una sola dirección, siempre ascendente –o descendente, según se mire-; toda vez que inmersionamos en él lo excitante deja de serlo a velocidad de vértigo. El corrupto, el sociópata, siempre quiere más.
Travestismo, sodomía, coprofagia, sadomasoquismo… Pasolini tira de imaginario propio y toma prestadas algunas ideas del Marqués de Sade para dar forma a este descenso a los infiernos de la depravación que pone a prueba los estómagos más curtidos. Es Saló la galería definitiva del pecado mortal hacia la que Pier Paolo disparaba sin piedad, sin compadecerse de nosotros, los simples espectadores ni, por supuesto, de esos ‘hombres de bien’ que tras una fachada de respetabilidad ganada a golpe de culatazo y cheque al portador esconden al mismísimo demonio. No es un viaje agradable, no es bonito, pero sacude conciencias con el ímpetu de un derechazo de Tyson.