Antonioni-x-3La así llamada “trilogía de la incomunicación”, que bien podría haber sido “de la infidelidad”, “del desencanto” o “de los amores complicados”, puso a Antonioni en el mapa del cine mundial a pesar de no ser ya ningún novato del Séptimo Arte y, en cierta manera, dio pie a su relación de amor/odio con crítica y público. Nunca hubo medias tintas con Michelangelo: se le ama o se le detesta. Sin ir más lejos, la película que abría este tríptico, “La Aventura”, recibió una sonora pitada tras su proyección en Cannes para ser galardonada más tarde con el premio especial del jurado de marras.

Muchos nunca han perdonado las formas pretenciosas del de Ferrara, su vocación por anteponer siempre y en todo momento lo estético a lo narrativo, la forma al fondo. La pausa es imprescindible en el universo de Antonioni; el encuadre perfecto bien merece ser contemplado, ser acariciado aun a riesgo de sacrificar tramas y desarrollos argumentales o prescindir de clímax alguno. “Blowup” fue paradigma de todo ello, tanto de los manierismos de su autor como de la tácita división entre detractores y acólitos. Pero no avancemos tanto en el tiempo. Aún tenía Antonioni que tropezarse con Monica Vitti, que su cámara se enamorase de ella en estas tres películas con las que se plantó en la década de los 60.

_l’avventura (1960)

En “L’avventura” nos entregamos a las pasiones prohibidas, o incorrectas cuanto menos. Anna (Lea Massari) una chica bien enamorada de un hombre (Gabriele Ferzetti) del que no es capaz de obtener toda la entrega que espera, desaparece repentinamente durante un crucero de placer, lo que dará pie a la relación tempestuosa y cargada de culpa de su mejor amiga (la Vitti) y su amante.

Antonioni invoca toneladas de sensualidad, para desgracia de los aficionados a lo explícito y goce de aquellos que saben ver en la espalda desnuda de Vitti o en sus piernas omnipresentes el súmmum del erotismo. Porque lo del idilio entre el objetivo de Michaelangelo y Mónica no era simple retórica: en “La aventura” el suyo comienza siendo un personaje colateral, hasta acabar eclipsando a todos y a todas, e incluso a la historia en sí cuando su director no duda en detener la narración una y otra vez para ensimismarse en los encantos de la que iba a ser su actriz fetiche durante media década.

Y si la sensualidad, la sexualidad implícita tiene peso específico en “La Aventura”, no menos importante es la ambigüedad moral de sus protagonistas, eje central, de hecho, de todo el relato. Traicionar la memoria de la amiga que, tal vez, ni siquiera está muerta, se antoja escasa penitencia ante los impulsos amatorios, y por ello esta Claudia sufre en silencio (o a voz en grito), aunque sin retroceder un milímetro, las embestidas carnales de ese hombre que acosa y derriba, cuyos “te quiero” suenan a treta de conquistador barato. Sin embargo, de acuerdo a lo expuesto en “La aventura” la mujer siempre perdonará, o siempre “comprenderá”. Ellas pueden renunciar a todo por amor. Ellos pueden asaetear el amor de su vida por un raquítico roce furtivo con la buscona del lugar.

_la notte (1961)

Llegó “La noche”. Y llegaron algunos cambios. La impecable fotografía en blanco y negro persiste y aquí viene a enfatizar lo grisáceo de las vidas de ambos protagonistas, una pareja relativamente joven (Jeanne Moreau y Marcelo Mastroianni) inmersa en plena crisis de identidad conyugal y personal. El negro se impone, se imponen las sombras y el contraluz. Hasta la melena dorada de la Vitti (aquí sí una mera secundaria, aunque catalizadora de ciertas revelaciones) se vuelve azabache.

El matrimonio a la deriva que retrata Antonioni sufre de aburrimiento existencial, una desidia representada por largas caminatas solitarias en busca de nada, entre los mil y un ruidos de la gran ciudad. Si “La Aventura” se desarrollaba en un ambiente costero, inundado de luz y en general sereno, durante buena parte de “La noche” todo sucede ante el ajetreo sin sentido de la metrópolis.

Giovanni Pontano (Mastroianni) es un escritor de éxito, un intelectual; coartada idónea para otorgarle a la cinta un tono absolutamente literario y elegíaco en diálogos y soliloquios. En “La noche” cobra mucho más sentido aquello de la “trilogía de la incomunicación”, porque ya sea en las calles llenas de gente o en la fiesta nocturna que cierra el film, los alter ego de Moreau y Mastroianni ven claro que sin amor, sin cariño, todo torna en una especie de soledad compartida. Soledades que abrazan otras soledades.

Es en “La Noche” donde la querencia de Antonioni por compones auténticos cuadros en movimiento alcanza niveles paroxísticos. Valga como ejemplo una secuencia en los estertores de la película en la que Monica Vitti, después de compartir charla y (casi) algo más con Mastroianni, se queda sola en su habitación y, con ella, la cámara de Michelangelo sólo para ver cómo Monica apaga la luz y enmarcar su silueta en el resplandor de un balcón cercano. Sin ningún motivo, sin ninguna razón más que firmar y filmar el plano perfecto. Tras el alarde, la historia puede continuar.

_el eclipse (1962)

Al final de esta trilogía de la confusión, de las mujeres confundidas (es evidente que los hombres tienen poco peso específico aquí) llegó la obra más errática. No hay más leit motiv que el seguir los pasos de Vittoria (Monica Vitti) y Piero (Alain Delon) por separado para confluir más tarde en un juego de seducción al que ella se presta con cierta bipolaridad y del que él sólo recibe desconcierto por las ansias cambiantes de Vitti. De lo aparentemente arbitrario del desarrollo de “El eclipse”da cuenta el montaje de escenas con la rubísima actriz vagando semi perdida, buscando algo sin saber muy el qué, con otras de frenesí capitalista rodadas dentro de la Bolsa de Roma, hábitat del personaje de Delon. Pura divagación que venía a cargar de razones a quienes siempre han visto en Antonioni a un experto en el arte de mirarse el ombligo.

Cuando apenas si ha hurgado en las llagas de sus dos marionetas se permite la licencia de abandonar sus historias en un punto cualquiera para cerrar “El eclipse” con diez minutos de silencio e imágenes de una ciudad casi desierta afrontando el ocaso. Puede tratarse de una metáfora de la guerra nuclear, la espada de Damocles de Occidente a principios de los 60; puede ser mero capricho contemplativo de un director al que se le pueden hacer toda clase de reproches, menos uno: Michelangelo Antonioni no dio jamás un solo paso en contra de su inquebrantable voluntad artística. Todo lo bueno y lo malo de su carrera, sus vicios y sus grandezas, quedan representados en este triunvirato fílmico que, en cualquier caso, se antoja imprescindible para penetrar en la personalidad creativa de su autor.

Sin tener presentes “La aventura”, “La noche” y “El eclipse” ningún juicio de valor sobre Antonioni puede ser completo ni mínimamente objetivo. Si Fellini fue la exuberancia; si Passolini encarnó el pecado y Rossellinial cazador de realidades, él fue, sin duda, el recreador de los momentos, la ambición quimérica por retener un pedazo de alma humana, un pedazo de eternidad, perfecta o imperfecta.