Mil-años-de-oracionesTras pasar algunos años malgastando su talento en blockbusters varios Wayne Wang parece haber vuelto a sus orígenes, y por partida doble. Por un lado ha retornado a las historias sencillas, a los personajes reales que pisan firme sobre el suelo; pero también ha vuelto la vista el cineasta hongkonés hacia sus raíces y su gente, colocando a compatriotas suyos en la primera línea de fuego. Así lo hizo en La Princesa de Nebraska y así lo vuelve a hacer en esta Mil años de oraciones, donde un hombre jubilado y recién enviudado (Henry O) viaja a los Estados Unidos para pasar una temporada junto a su única hija (Feihong Yu). El choque de culturas y las barreras generacionales están servidas, e igualmente la tremenda brecha afectiva entre un padre que no comprende el estilo de vida de su hija y una hija que lleva por dentro demasiados reproches silenciados hacia el padre. Wang construye la metáfora perfecta del desencuentro cuando retrata a ese anciano entablando amistad con una señora judía que ni siquiera habla inglés, mientras es incapaz de encontrar un lenguaje común –el de los sentimientos- con su propia sangre.

Mucho menos simbolista y poética que La Princesa de NebraskaMil años de oraciones apela a los diálogos, sean en el idioma que sean, con una importante carga de ternura en el personaje de Henry O, que se contrapone radicalmente a la frialdad de Feihong Yu. O Representa la China tradicional, de sólidos valores familiares y simpatía por el comunismo. Yu es el oriente americanizado que huye como alma que lleva el diablo de esos usos y costumbres. Más libre, más infeliz.

Sencillez de planteamiento y minimalismo es lo que tiene que ofrecer este renacido Wang, siempre mimando, eso sí, cada plano, cada encuadre. Es la antítesis de ese otro cine independiente americano que juega al descuido y al desaseo, a la improvisación simulada. Unas historias mínimas no tienen porqué equivaler a dejación de las formas y Wang sienta cátedra a ese respecto. Crucemos los dedos para que continúe en esta línea y no vuelva a dejarse tentar por los cantos de sirena (y los cheques) del mefistofélico Hollywood. No sobran miradas como la suya.