Raimi pone su pasado encima de la mesa y, entre secuela y secuela de la multimillonaria saga Spiderman, se da el gustazo de urdir junto a su hermano Ivan una cinta que nos devuelve la esencia de aquel director que comenzó haciendo cine para sesiones dobles y drive-in. Tal vez quiera Raimi –y esto le honra- hacerle saber a la chavalada que ahora sucumbe a los encantos de las aventuras de Peter Parker que sin “Evil Dead”, o “Army of Darkness” hoy no estaría al mando de la franquicia cinematográfica de Marvel. Gracias, además, a los buenos réditos obtenidos con “Spiderman” ha podido realizar esta “Arrástrame al infierno” con los medios de los que nunca dispuso en los días en que formó tándem con Bruce Campbell y compañía. Pero el dinero no ha corrompido su alma de entretenedor. La nueva entrega de Raimi es muy fiel a todas sus máximas: nunca decae el ritmo, suelta unos cuantos sustos memorables, no se enreda en grandes rodeos argumentales ni súper enigmas, y aquí y allá vierte el humor macabro marca de la casa. No tomarse demasiado en serio a un género, un terreno, el suyo, que nace para divertir… para divertir aterrorizando, claro. Raimi no es de los que pretenden darle sentido al mundo en una película de terror de 90 minutos, y esa ha sido siempre su mayor virtud. Ahora, con más añosy mucho más temple sigue siendo el mismo que sometía a sus personajes a indecibles torturas psicológicas haciéndoles víctimas de entes del más allá, sin intención alguna de colar moralejas ni finales felices. Como un niño cabrón y retorcido, Sam disfruta poniendo a la bancada al borde del infarto con los mismos trucos –infalibles trucos- de hace 30 años.
“Arrástrame al infierno” habrá costado cien veces más que sus primeras andanadas terrorífico-festivas, pero eso no se traduce en montajes rimbombantes ni alardes baratos de técnica –ya tiene a Spiderman para las virguerías-, sólo en unos efectos especiales más logrados donde antes había látex y zumo de arándanos. Y es que, denle a este hombre una historia de brujas y posesiones demoníacas, una cámara y un par de actores en edad de merecer y el devolverá hora y media de entretenimiento reconcentrado. Sin absurdas pretensiones. Sin subterfugios que valgan.