«La Reina Victoria” promete (por su argumento), ser una glosa de la subida al trono de Victoria I, tatarabuela de la Reina Isabel II, acechada por intrigantes y arribistas varios recelosos de que una adolescente se hiciera con las riendas del Imperio Británico; sin embargo, todo acaba desembocando en un romance de época, petulante y edulcorado.
No son malas las señales en el arranque de la cinta de Valleé; lo regio (nunca mejor dicho) de la producción y el soberbio trabajo de Emily Blunt hacen honor a lo que debe ser un digno retrato histórico, riguroso en la medida de lo posible. Pero todo comienza a decaer en cuanto se deja a un lado la semblanza de esa chiquilla siempre criada entre algodones, apartada del mundo y de su realidad, que de la noche a la mañana debe regir los destinos de la pérfida Albión, para centrarse en el idilio entre Victoria y el que sería su consorte, Alberto de Sajonia. Entre secuencias de un romanticismo de telenovela, empacho de primeros planos de la compungida –y muy bella- Blunt y ciertas pretensiones hagiográficas, “La Reina Victoria” pierde el rigor y el interés a pasos agigantados mientras uno lamenta que los cheques puestos a disposición de Valleé por Scorsese o Sarah Ferguson entre otros, o el demostrado talento clasicista del propio director canadiense se arrojen por la borda para mayor disfrute de los/as lectores/as de las páginas de sociedad de “¡Hola!”.
No se puede vender la idea de una mujer fuerte e independiente que se enfrentó a las rígidas tradiciones de una época para después reducir su historia a un mero amorío de colegiala donde se comieron muchas perdices. Falacia se llama eso.