La muerte y el desapego entre padres e hijos, distanciados no sólo por la distancia física sino por ese muro mucho más infranqueable llamado incomunicación son el punto de partida de la cinta de Doris Dörrie que, sin embargo, a medida que avanzan sus dos horas largas de metraje, acaba revelándose como una enorme historia de amor y devoción, la que siente el protagonista por su esposa recién fallecida y que le llevará a viajar desde Alemania a Japón para cumplir simbólicamente el último deseo de ésta: contemplar el monte Fuji.
Pero Dörrie se toma su tiempo. Antes de ponernos a los pies de la estampa montañosa más célebre del país del sol naciente, desgrana el día a día en la vida de ese Rudi Angermeier (Elmar Wepper), un día a día monótono pero apacible en el que el papel de su mujer, aunque sumiso y entregado, encajada en su rutina, resulta al fin y a la postre un vacío imposible de llenar. Sin ella no sabe vivir.
Una vez puestos sobre el mantel los usos cotidianos y la personalidad de sus personajes llega el cénit de “Cerezos en flor”, con ese viejo alemán perdido en Tokyo, quizá como metáfora de lo confuso que se siente sin su esposa-amiga-madre-amante. Porque no se puede estar más desorientado que la capital de Japón. Dörrie dispone escenarios coloristas y emplea un ritmo pausado en su narración que contrasta enormemente con el ajetreo de ciudades como Berlín o Tokyo, antítesis de la calma. “Cerezos en flor” posee tramos de tremenda poesía visual, pero el alma de sus personajes y sus circunstancias son del todo reales y cercanas, algo fundamental para transmitir toda la carga vital y emocional que les envuelve. Sin ese fondo, sin ese núcleo de cercanía, este viaje por los caminos del luto probablemente no nos llevaría a ninguna parte o, en todo caso, no sería más que una bonita postal.