Steve-Earle-TownesSi alguien debía ser el encargado de realizar un homenaje en toda regla al malogrado Townes Van Zandt, un homenaje que aunara la carga necesaria de empatía y conocimiento de causa, ese era Steve Earle. Earle probablemente no vea en Van Zandt tan sólo al amigo querido, al colega admirado, sino un reflejo de lo que él mismo estuvo a punto de ser y no fue: alguien estigmatizado por sus adicciones hasta el último día de su vida que no pudo o no supo -o no quiso- zafarse de las garras del alcohol. Pero Steve saltó a tiempode ese tren que descarrilaba y salió de la experiencia fortalecido como ser humano –no mejor ni peor, sólo más resistente, más curtido- y con un bagaje emocional que le llevó a crear los mejores discos de su carrera –por extensión, lo mejor que ha parido la música americana en veinte años-. Ahora, cuando Earle atraviesa un momento dulce en su vida, felizmente casado con Allison Moorer, editando regularmente trabajos más o menos brillantes, pero siempre fieles a la incorruptibilidad del ‘Hardcore Trobadour’, es momento de mirar atrás, a los días y las noches, y las borracheras y las canciones compartidas con Townes, para hacer suyos 14 de los temas de su compadre.

Earle y sus productores The Dust Brothers aparcan momentáneamente los trazos modernistas de su último trabajo en común, “Washington Square Serenade” y se ciñen al formato acústico para glosar de manera resumida lo más granado del cancionero de Van Zandt. Sólo “Lungs”, en la que el de Virginia y Tom Morello(Rage Against the MachineAudioslave) componen una de esas extrañas parejas fugaces pero inspiradas, aporta algo de las bases programadas arenosas y los moduladores de voz de “Washintgon…”. El resto son encuentros casi a solas entre el maestro ausente y el alumno aventajado. Las historias de perdedores y desengaños de Van Zandt no pueden encontrar mejor catazalidor que la voz de Earle, y Earle se mueve a sus anchas entre un material que venera y conoce como la palma de su mano. La joya de esta corona, si es que hay que nombrar alguna, es el tour de force entre Earle y su hijo Justin–de segundo nombre Townes, para quien tenga dudas sobre la legitimidad de Steve como profeta en la tierra de Van Zandt- en “Mr. Mudd & Mr. Gold”, una pieza de country-folk al galope que conjura no sólo el espíritu del mentor, de Townes, sino del patriarca de todos ellos: Cash. Qué bien le habría sentado esa canción a las American Recordings del hombre de negro, y qué diálogo tan emocionante entre padre e hijo. Como casi todo en “Townes”, huele al polvo del camino, a encrucijadas y pactos etílicos con el diablo. Ahora que hay quienes acusan a Steve de haberse acomodado, de haberse dulcificado –la felicidad es lo que tiene-, es una buena noticia saber que la sangre de su sangre ha heredado mucho de su talento y, sobre todo, de su respeto cuasi religioso por la música de sus mayores. En cualquier caso, dar por muerto a un gigante como Earle es error de bulto. Este “Townes” es la prueba fehaciente de que ni mucho menos ha agotado las balas de su cinturón.