David Goyer no se lo piensa dos veces antes de apelar al breviario del ‘buen’ director de cine de terror de usar y tirar para contar una historia de demonios y fantasmas, con niño de por medio, sin reparar en tópicos y lugares comunes de esos que no han de faltar en cualquier subproducto que se precie. No le interesa a Goyer dar unas mínimas pistas sobre sus personajes ni el hecho de que su historia sea más o menos verosímil, porque todo en “La semilla del mal” es un puro pretexto para introducir sustos baratos, dispersados con precisión a lo largo y ancho de su película, con los que sacar de sus casillas a la heroína sufrida de turno (la semidesconocida Odette Yustman, de muy buen ver, por supuesto). Por lo que al crío demoníaco que la acosa respecta, podría resultar inquietante si no fuese porque se han visto criaturas semejantes en docenas de títulos anteriores, todos ellos igualmente burdos. Igualmente, la presencia de Gary Oldman como rabino exorcista (¿?) podría tener cierto atractivo, si no resultase tan cómico verle soplar un cuerno y recitar textos en hebreo durante la que, se supone, es la secuencia más terrorífica de la cinta.
Sí, “La semilla del mal” podría tener algún interés si todo en ella no fuera puro artificio, puro plagio. Puro deja vu que acaba deviniendo en bostezo, o peor aún si es de asustar de lo que se trata: en sonoro pitorreo.