La-princesa-de-NebraskaQue el autor de aquellos iconos del cine independiente americano de los 90s que fueron “Smoke” y “Blue in the face” se entregara a horteradas del calibre de “Sucedió en Manhattan”, para mayor gloria de Jennifer Lopez, siempre nos supo a broma de mal gusto. Seguro que eran muchos los ceros de aquel cheque, pero la mirada de Wayne Wang no puede, no debe ser desperdiciada en menudencias y blockbusters, sino en delicias como esta “La Princesa de Nebraska”, donde sigue los pasos de una joven china embarazada que emigra a Estados Unidos para someterse a un aborto que la llena de dudas. Wang se atiborra de primerísimos planos de esa Sasha (Li Ling), de sus ojos negrísimos, para empaparnos de su confusión, un desconcierto el suyo que se acrecenta en tierra extraña. Sublima el impulso estético de encuadres imposibles y cócteles musicales desarmantes (suena “Hope there’s someone”, de Antony & the Johnsons, droga dura para el lacrimal) por encima del ritmo, y es que “La Princesa de Nebraska” es una cinta con un corazón enorme, pero que late muy despacio. Sin embargo, eso no le resta un ápice de pegada emocional a su relato del desarraigo y la pérdida del rumbo vital de la protagonista mientras pasea su tristeza por los bajos fondos de Oakland con la cámara de Wang siempre escrutándola.

No hay duda de que el director hongkonés atraviesa más de una y más de dos veces la línea de lo puramente pretencioso, aunque cuesta reprocharle tal cosa a una cinta que ha nacido con una fuerte vocación poética y simbólica. En cualquier caso, este es el hábitat natural de Wayne y no las patrañas ñoñas con cenicientas del Bronx.