Los-5000-dedos-del-dr-TMúsica, fantasía y mensaje altruista-libertario. En principio, «Los 5000 dedos del Dr. T» es un inofensivo musical para los niños y niñas del mundo, tal vez no tan célebre como «Chitty Chitty Bang Bang» o «Willy Wonka», aunque igualmente divertido y, visto a toro pasado, absolutamente psicotrónico. También con su punto perverso, para el que quiera buscarlo; no hay historia infantil que valga sin su carga de maldad. Pero este párrafo comenzaba con un «en principio», tengamos eso en cuenta. La odisea del joven Bart para escapar del maníaco profesor de piano Terwilliker no aparenta ser más que la eterna lucha del bien contra el mal; la imaginación de los críos contra el universo gris oscuro de los adultos. Sin embargo, no conviene perder de vista la fecha de esta producción, 1953, y su procedencia, los muy rectos y cristianos Estados Unidos de América. La II Guerra Mundial era ya historia y ahora el principal enemigo del American way of life pintaba color rojo. ¿Es posible que el productor Stanley Kramer y el célebre autor Dr. Seuss colaran propaganda anticomunista encubierta entre los fotogramas de su éxito infantil del año? ¡Y tanto que sí! La obsesión de Terwilliker por que sus alumnos se entreguen con fruición a la práctica del piano y sólo al piano, condenando a las mazmorras a quien osara tocar el trombón, el violín o incluso una mísera pandereta puede interpretarse como una alegoría de los totalitarismos de cualquier signo, pero el hecho de que los sicarios del Dr. T. interpreten un cántico sospechosamente parecido al himno soviético, o que el símbolo de su escuela sea una T amarilla sobre fondo rojo, hermano mellizo de la hoz y el martillo, termina por despejar cualquier duda. Es el viejo truco de convertir la cuchara en avioncito para que los retoños se coman más a gusto el puré. El anticomunismo, si viene con música y colorines, entra mucho mejor. Además, el venerable Walt Disney ya llevaba años disfrazando con dulces melodías y tonos pastel sus «inquietudes» político-sociales. ¡Pero qué pillastres!

Y bien, más allá del fuego subterráneo contra la guerra fría fruto de la coyuntura temporal, «El Dr. T…» es una auténtica mina de imaginería kitsch. Desde la viveza pop del vestuario, mucho antes de que Warhol y compañía acuñaran dicho término, hasta un atrezzo y unos decorados a medio camino entre el imaginario onírico de Dalí y «Los Chiripitifláuticos». Es tal la impresión de cartón piedra que desprende todo lo que la pantalla arroja que no nos sorprendería si en cualquier momento aparerciera un operario atravesando el plano con escalera al hombro y pitillo en la oreja.

Aún a riesgo de acabar linchados por una turba de mocosos adictos a la Wii, sería divertido ver qué tal reaccionan esas nuevas generaciones ante el cine que se hacía para los que fueron niños hace 50 años. Y si se aburren siempre puede uno mandarlos a paseo y disfrutar en solitario del sonido de ese piano gigante construido para ser tocado por 5.000 inocentes deditos con el que el megalómano Terwilliker amenaza con conquistar el mundo. ¡Música, maestro!