Tony-ManeroCuando Tony Manero y «Fiebre del sábado noche»dominaban el planeta y las pistas de baile no corrían buenos tiempos para una Chile aplastada por el yugo del infame Pinochet, algo que Pablo Larrain refleja en su cinta, tal vez de pasada, pero meridianamente claro mientras sigue los pasos de su personaje principal, un tipo aspirante a imitador del alter ego de Travolta, capaz de hacer cualquier cosa para seguir la estela de su ídolo. En ese ambiente de penurias y represión ese Raúl Peralta (Alfredo Castro), un hombre de mediana edad, gris y del montón a primera vista, no tarda en revelar una severa psicopatía merced a cierta secuencia que Larrain introduce como un derechazo inesperado a la boca del estómago. Y no será el único pasaje de “Tony Manero” que hará torcer el gesto a la bancada mientras seguimos los pasos de este impersonator que el director chileno nos pone delante con unas formas extremadamente frías y secas, como el carácter de su antihéroe, al que no le afectan policías secretas, secuestros políticos ni las miserias varias con las que se topa en su particular fiebre del sábado noche. Su obsesión enfermiza va más allá de cualquier cuestión material o ideológica. También la cinta de Larrain va más allá del típico retrato de asesino en serie, decantándose por el realismo antes que por el efectismo, resultando su “Tony Manero” en un producto hosco, casi antipático, pero de una contundencia psicológica inapelable.