De muy pocas películas se puede decir que sean verdaderos instrumentos para la vida. El cine, al fin y al cabo, nació como elemento de fascinación, como vehículo para el esparcimiento, y no para responder a las grandes preguntas de la humanidad. Sin embargo cualquier expresión artística es susceptible de servir a fines más profundos, y así tipos como Bergman , Tarkovsky, o quien ahora nos ocupa se han dedicado a filosofar y a indagar en los rincones más oscuros del alma desde la gran pantalla.
En «Ordet» Dreyer pone a prueba la fe de unos personajes que creen y que, sobre todo, quieren creer; pero que una y otra vez se topan con los sinsentidos del existir. No es necesario profesar religión alguna para entender las motivaciones del director danés, porque su labor aquí, lejos de ser pastoral o adoctrinadora, consiste en mostrar la debilidad de quienes, incluso viviendo según las leyes de su Dios y aceptando sus designios, dudan continuamente.
No es por casualidad ni por pretensiones intelectualoides (o no debiera serlo) que «La palabra» aparezca una y otra vez en las listas de las mejores cintas de la historia. Si su fondo es absolutamente lúcido y trascendental, no menos excelsas son las formas en las que Dreyer envuelve su historia: una realización milimétrica, aparentemente simple y sencilla, pero que es en realidad una complejísima sucesión de eternos planos-secuencia, auténticos tour de force para unos actores que han de declamar sus textos sin descanso mientras la cámara gira y gira a su alrededor sin prisa pero sin pausa.
Para alguien amamantado por los pechos del neocine de flashes y zooms histéricos sin duda el visionado de «Ordet» puede convertirse en una experiencia realmente agotadora; pero nuestra labor (si se le puede llamar así) consiste en medir el nivel de las películas, no el de los espectadores. Por eso reiteramos el carácter de clásico absoluto de esta obra. Llamadnos esnobs, llamadnosculturetas , llamadnos lo que sea; pero, por favor, no la dejéis pasar.