Un-viaje-alucinanteSi el cine es, como dicen, la fábrica de sueños, entonces tipos como Richard Fleischer forman parte de su cuadrilla de operarios más cualificados. Con él navegamos las «20000 leguas de viaje submarino», elucubramos sobre nuestro porvenir en «Cuando el destino nos alcance» o, como en la cinta que será protagonista de las siguientes líneas, emprendimos un «Viaje alucinante» al interior del cuerpo humano a bordo de un batiscafo ultra-sofisticado. Acompañamos a un grupo de héroes de lo militar y de la ciencia en una incursión contrarreloj por las venas de un científico cuya supervivencia es clave para el avance tecnológico de la humanidad. Objetivo: el cerebro. 60 minutos de travesía sumergidos en ríos de hemoglobina haciendo frente a cuantos contratiempos surgen a lo largo de tan arriesgado periplo. Como apostilla uno de los protagonistas: «Los antiguos pensaban que el hombre era el centro del universo… y tenían razón». Sí. Tenían razón, y ése es el destino de este viaje. Un universo endodérmico pleno en colores, plagado de figuras que parecen de otro mundo y de temibles amenazas en forma de voraces glóbulos blancos o anticuerpos asesinos. Una de esas quimeras, como la de ser invisibles o atravesar el tiempo, que durante un buen rato se hace realidad delante de nuestras narices.

El solo argumento de «Viaje alucinante» despierta ipso-facto el interés de cualquier mente en la que aún queden unos mínimos residuos de fantasía e imaginación; aunque esta joya de Fleischerno se queda en la mera promesa de un desenlace insólito e intrigante. Maestro del entretenimiento, el director neoyorquino construye la aventura perfecta. Sin desvíos, sin añadidos innecesarios. En realidad no es más -ni menos- que el abc del género: lanzar continuos estímulos al mismísimo hipotálamo del espectador y que el ritmo no decaiga ni para tomar impulso. Como ocurre en casi todo el cine de ciencia-ficción anterior a «2001», por trazar un límite temporal y estético, la carga kitsch de «Viaje alucinante» es importante. Ridícula, para los aguafiestas de siempre; absolutamente entrañable para los que aún sueñan con ver atacar naves en llamas más allá de Orión. Todos los efectos son artesanales: desde la superposición de fotogramas a los «alucinantes» decorados hechos de tela y caucho que recrean las paredes del corazón o el interior de los pulmones, hasta toda una gama de instrumental y vestimentas tan futuristas como de dudosa funcionalidad. Nadie niega la comicidad del asunto y lo improvisado que resulta todo en esa misión tan peligauda. Presenciar cómo los técnicos orientan la nave a ojo, o descubrir que los organizadores de la expedición han pasado por alto la claustrofobia que padece uno de los tripulantes nos mueve a la sonrisa; pero sólo puede ser una sonrisa cómplice fruto de la infinita ingenuidad que rezuma una producción que acaba de cumplir los 42 años de vida. Muchos llegarían después: el remake encubierto de «El chip prodogioso» o los homenajes de todo tipo en series como «Futurama» o «Padre de Famila»; pero de Fleischer y su troupe fue el mérito de afrontar semejante odisea supliendo medios materiales y tecnológicos con toneladas de voluntad y creatividad. Un viaje alucinante… ¡y tanto que sí!