El extremeño Isidro Ortiz imparte en “Eskalofrío” un cursillo acelerado sobre cómo aprovechar los recursos autóctonos para facturar cine de género de calidad. SiBalagueró tuvo la feliz idea de situar su histérica“[rec]” en una vieja casa de vecinos fácilmente reconocible para cualquier españolito de a pie, Ortiz enmarca su historia de misteriosas criaturas silvestres y asesinatos varios en un entorno norteño, en un bosque salpicado de caseríos made in Spain. No hay mejor forma que esa de ganar en credibilidad y evitar imposturas. No hay mejor manera de asustar al público que poniéndole delante de lugares y situaciones que conoce, de lo que le rodea.
Una vez trazado el escenario, es momento de desarrollar debidamente “Eskalofrío”, y tampoco ahí yerra Isidro. Mide los tiempos con inteligencia, mostrando sólo lo necesario y nunca más de lo necesario. Hace un uso ejemplar de la cámara subjetiva y convierte en eficaz aliado la oscuridad perenne de esos bosques de Navarra en los que ambienta su relato.
Al final del camino se cae en la cuenta de que “Eskalofrío” no aporta, ni lo pretende, grandes revelaciones al cine de terror, y es que su mejor carta de presentación es precisamente esa: mitos conocidos, pseudo-licántropos, connotaciones vampíricas… elementos que siempre quitan el sueño si el cuentacuentos juega bien sus cartas. Isidro Ortiz así lo ha hecho y si su cinta ha pasado con más pena que gloria por las salas de cine es única y exclusivamente por culpa de esa ramera llamada industria, cuyos designios hace tiempo que dejaron de guiarse por valores como el talento, la creatividad o la valentía.