Nada le sienta mejor a Guillermo del Toro que olvidarse de las pajas argumentales y la truculencia de «Cronos» o del realismo fantástico de la muy laureada «El laberinto del Fauno» para centrarse en esos quehaceres en los que verdaderamente demuestra ser un maestro: el cine de acción trepidante con estructura clásica, sin extravíos narrativos ni divagaciones. Si, además, pone eso al servicio de su bestiario particular, caso de la saga «Hellboy» (al menos tiene visos de ir a convertirse en «saga»), miel sobre hojuelas. A juzgar por la cantidad de estupideces que suelen entregar la mayoría de sus compañeros de género, no parece tan sencillo encontrar el equilibrio justo entre historia, pirotecnia y lluvia de mamporros; sin embargo, Del Toro sale triunfal allí donde otros se limitan a despachar hora y media de desfase onomatopéyico si ton ni son ni criterio que valga.
Le ha venido como anillo al dedo al mexicano la alianza con Mike Mignola y su cómic del niño demonio, y es que, a pesar de vastísimo plantel de criaturas y monstruitos, su trasfondo es tan meridiano y tradicional como la eterna lucha entre buenos y malos o la búsqueda (o la defensa) del santo grial de turno (una corona élfica, en este caso). Partiendo de conceptos tan básicos,Guillermo se concentra en imprimirle velocidad de crucero a la película, que sale adelante entre los chascarrillos chulesco-macarras del cornudo protagonista (¡qué grande es Ron Perlman!) y la ejemplar utilización de unos efectos especiales que se adivinan insuperables a día de hoy.
Si nada se tuerce tendremos tercera parte de las infernales aventuras de Hellboy. Y si Del Toro no se desvía demasiado del camino seguido hasta ahora, a buen seguro volverá a regalarnos otra sesión de espectáculo palomitero de primera clase.