Jean Becker atraviesa uno de los períodos más prolíficos de su carrera como director; una carrera dilatadísima en el tiempo pero muy intermitente en lo que a nuevas producciones se refiere. Hace un par de años nos entregaba aquellas “Conversaciones con mi jardinero”, una historia sobre la vuelta a las raíces, a los placeres sencillos y,. en cierto modo, esta “Dejad de quererme” tiene mucho de todo aquello. Becker presenta a Antoine (Albert Dupontel), un ejecutivo de éxito, padre y marido feliz que, de la noche a la mañana, comienza a mandarlo todo, todo su mundo, al garete. Lo que en un principio se adivina como la típica crisis de identidad de la edad madura, o los replanteamientos existenciales de quien, recién cumplidos los 40, lleva una vida placenteramente aburrida, se tornará en algo aún más profundo, personal y complejo cuando, hacia el final del camino, este Antoine desvele las verdaderas motivaciones del “¡a la mieda!” general con el que despide a amigos, familia y demás hierbas. Aunque no hace falta despejar esa incógnita argumental para constatar que lo que en“Dejad de quererme” se dilucida es una reflexión agridulce sobre aquellas cosas que importan y esas otras meramente accesorias, sobre las personas cuyo trato merece la pena cultivar y sobre esas otras a las que conviene dejar con un palmo de narices.
Tremenda interpretación de Dupontel, que hace recorrer a su personaje una auténtica montaña rusa emocional, del sarcasmo a la rabia, del dolor a la euforia; exactamente todas esas emociones por las que nos pasea la cámara siempre humanista de Jean Becker, que deja para el recuerdo la pegada de cierta secuencia hacia el meridiano de su película en la que el protagonista reparte algo más que piropos a los “amigos” que asisten a su fiesta de cumpleaños. Demoledora. Una catarsis en toda regla que todos deberían poner en práctica al menos una vez en la vida.