el-malvado-carabelSon malos tiempos para un hombre honrado, ya lo decía John Mellencamp . Y aunque él se refería a los años 80, la década de las apariencias y el pelotazo, esa máxima encajaba igualmente en la muy católica y recta España de mediados del siglo pasado. El pobre Amaro Carabel, persona de bien, buen cristiano, mejor hijo, y a las puertas de una boda que nunca llega por falta de liquidez. Una liquidez que, para colmo, pasa de cero a nada por culpa de un improcedente despido procedente de un par de jefazos de esos de generosa tripa, Rolex de oro en la muñeca y Montecristo del 15 entre los labios. Sí, pobre Carabel. Ya sólo le queda la mala vida, la senda del crimen. Si el sistema te escupe, ¡devuélvele el escupitajo, Carabel!

Fernando Fernán Gómez dirigió esta genial farsa de enredos y buenos sentimientos hoy injustamente olvidada gracias a esa ley no escrita que dice que toda obra facturada durante la tiranía franquista y que no denostara o ridiculizara al régimen debe permanecer sepultada junto al Generalísimo bajo la descomunal cruz del Valle de los Caídos. Así de lerdos y de simplones son algunos. Pero volvamos a la sala de cine, o todavía nos acabarán llamando rancios y nostálgicos (aunque de esto último nos declaramos culpables: somos grandes nostálgicos del buen cine).«El malvado Carabel» sigue las pautas de la alta comedia americana ajustándose a nuestra idiosincrasia, pero sin hacer demasiadas concesiones a lo cañí. Obviamente el marco es el Madrid de los 50, y no Chicago, pero Fernán Gómez apeló a la universalidad de una historia y unas situaciones adaptables a casi cualquier contexto geográfico. La vieja fábula del buen ladrón. El caco torpe y de buen corazón que acaba siempre perdiendo mucho más de lo que roba. Con esa cara, querido Amaro, ¡quién se va dejar atracar por ti! Y entre desgracia y desgracia del infeliz Carabel, no faltan las pullas perfectamente soterradas hacia los poderes fácticos y hacia la patronal que, ayer como hoy, deslomaban a latigazo limpio a sus esclavos y aún exigían reverencias de 90° de inclinación por su benevolencia. No, no hemos cambiado tanto.

Dejando al margen las cuestiones puramente coyunturales, la verdadera pretensión de Fernán Gómez no era otra que entregar un producto amable y divertido, con perdices y final feliz en el que explotar a fondo su tremenda vis cómica. Por supuesto, cumplió sobradamente con su cometido.

Ya no se hacen ni se harán hombres como Fernando. Como los genios del Barroco o del Renacimiento, la quinta de este pelirrojo insobornable desaparece casi sin que nos demos cuenta, a veces olvidados por este país de veletas y nuevos ricos. Pero, lo que es nosotros, ya le estamos echando de menos, maestro.