Wong Kar Wai se encomienda a las inexpertas manos (interpretativamente hablando) de la cantante Norah Jones, lanza su órdago y arrambla con la banca. La muy bella hija de Ravi Shankar que, según dicen, jamás se había plantado ante una cámara de cine, es el epicentro de la última del director chino, que traslada sus historias de almas que viven «deseando amar» desde el lejano Oriente hasta Nueva York. La ciudad que nunca duerme es el punto de partida para un viaje que nos lleva a lo largo y ancho de los EEUU, desde Manhattan a Memphis, y de ahí a Las Vegas. Siempre a través del objetivo sibarita de Wong Kar, «My blueberry…» es una elegía urbana en toda regla donde se busca en cada momento, en cada fotograma, la belleza formal, lo cual, dependiendo de la disposición del que se sienta ante la pantalla, puede convertirse en un plato ciertamente indigesto. Dulce indigestión, en cualquier caso, la que provoca ese cóctel de poesía visual arrebatada, una banda sonora a cargo de Ry Cooder, y la interacción de tres hermosas mujeres: la ya mencionada Jones,Natalie Portman y Rachel Weisz. No. No tiene mal ojo el amigoWai a la hora de elegir a sus musas, que aquí no son sólo tres ejemplos muy diferentes de cómo ser absolutamente irresistibles, sino, ante todo y por encima de todo, tres actrices de enorme talento, aunque lo de Jones tiene el mérito añadido que le concede el superar con soltura el vértigo inherente a un debut en la cima.
Es obvio que el hombre que hizo sonar a Machín en una taberna cantonesa es un esteta consumado que tiende a primar el marco sobre el contenido. Probablemente «My blueberry…», sin toda la artillería sensorial de la que la ha dotado, no pasaría de ser una cinta sentimentaloide y hasta tópica; pero no merece la pena hablar de lo que podría haber sido, sólo de lo que es, y estas noches de tarta de frambuesa son deliciosas. Horas después de acabada la proyección aún nos late en los labios ese beso que baja el telón con el que Jude Law y Norah entrelazan sus vidas. Todo por obra y arte de un adicto a la delicadeza (y romántico sin solución) llamado Wai, Wong Kar Wai. Demos gracias a los hermanos Lumière, porque Hollywood no le ha cambiado un pelo. ¡Aleluya!