La tan cacareada y llorada por los rincones crisis del cine patrio no debe venir, visto lo visto, provocada por falta de aspirantes. Es imposible seguir la pista de todos los directores noveles que se pertrechan con un par de cámaras, alguna subvención y «a positivar», que diría Ed Wood Jr. Nacho Vigalondo es la enésima esperanza blanca y viene con nominación al Oscar incluida (por su corto «7:35 de la mañana», de 2003). El realizador cántabro parece querer colocarse con «Los cronocrímenes» en el «bando» de los que no han venido aquí a depurar dramas ni a exorcizar demonios personales desde la pantalla, sino a entretener. Sin más. El bando de los De La Iglesia, Amenábar, Fresnadillo y compañía; esos que consiguen hacer del oficio, al menos, algo rentable.
Para su primer largo Vigalondo se enreda en un disparate de viajes en el tiempo del que hace una ágil y efectiva exposición, pero que acaba por derivar en los farragosos terrenos narrativos de las paradojas espacio-temporales. Ni H.G. Wells se libró de ellas, así que, quizá consciente de lo inevitable del absurdo, Vigalondo se decide por la vía rápida: el cómo del regreso al futuro de turno aquí ni se explica, ni importa lo más mínimo. Se puede hacer y punto. La miga de «Los cronocrímenes» se halla en su devenir hacia esa suerte de «Atrapado en el tiempo» con toques de thriller que Vigalondo enfrenta con cierto estilo antes de que el invento le estalle en las narices. Esa vocación por introducir sus elementos argumentales porque sí le otorga a su ópera prima la carga de irrealidad necesaria para que nadie intente darle demasiadas vueltas al asunto. Y pobre del que se las dé, porque acabará tan maltrecho como el personaje de Karra Elejalde. Estupendo Karra, por cierto. Como casi siempre.