FuriaUna despedida en un andén envuelta en los vapores de la locomotora. Ella llora. Él se alza el cuello de la gabardina mientras el ritmo machacón de los motores la aleja de su vida… Ese podría ser el punto y final de cualquier drama romántico de los años 40; pero en «Furia» esa escena es el incio de una parábola casi bíblica con la que Fritz Lang ponía los puntos sobre las íes a algunas de las (malas) costumbres de sus compatriotas adoptivos. No les gusta a los americanos que se juegue con su derecho a andar por ahí armados o a tomarse la justicia por su mano y Lang en «Furia» retrataba con absoluta agudeza la germinación y posterior explosión de un linchamiento. De los chismes de supermercado y de las viejas cotillas extendiendo rumores y cacareando cual gallinas a las avanzadillas antorcha en mano. Cuando la turba pide sangre palabras como «culpable» o «inocente» pierden significado y aquí Spencer Tracy, ciudadano modélico, tan yanqui como la Coca Cola y reo por accidente, acaba siendo objetivo de una de esas jaurías humanas. Pero su venganza será terrible…

De nuevo, como en su «M, el vampiro de Düsseldorf» hay un niño que es víctima, y no es algo gratuito. Bien sabía Fritz que con críos muertos o secuestrados de por medio al espectador le resultaría mucho más fácil identificarse con la multitud furiosa para, más adelante, asumir como propios los errores de la irracionalidad. No son necesarias moralejas ni sermones cuando la audiencia puede experimentar en carne propia las mismas sensaciones y reacciones que cruzan la pantalla.

Y qué mejor que un actor tan versátil como Tracy para encarnar a un hombre que muta de víctima a verdugo, de alguien encantado de conocerse, supeditado a valores y buenas intenciones a un ser lleno de ira, descreído. A diferencia de buenazos oficiales comoJames Stewart, cuando Tracy daba un puñetazo de cólera encima de la mesa, temblaba el infierno e imponía respeto. Y aunque ya no se hacen tipos como Spencer, ni fuera ni dentro de la pantalla, gracias al milagro del cine podemos seguir citándonos con él en cualquier sitio y a cualquier hora, incluso, como sucede aquí, sin la compañía de su Kate.

Fritz Lang y Spencer Tracy, maestro versus maestro.