La-antenaHay que ser muy valiente para saltar al ruedo en 2008 con una película muda y en blanco y negro (aunque esto último, lo del blanco y negro, queda en mera anécdota entre todo el potencial excéntrico de «La antena»). Y Esteban Sapir puede o no ser un tipo valiente, pero de lo que no cabe duda es de que la inventiva y la creatividad manan a borbotones de las yemas de los dedos con los que tecleó (o escribió) esta parábola de los totalitarismos que más tarde ha transformado en hora y media de hipnótica sesión de cine, de miradas y gritos sordos, de sombras y músicas, de papiroflexia… El mundo que Sapir ha imaginado no tiene voz porque los poderosos, los que pueden, se han encargado de quitársela, y las únicas cuerdas vocales que siguen funcionando están dentro del televisor. La televisión gobierna el planeta emitiendo eternamente espirales mesméricas que apaciguan al populacho.

«La antena» flota en matices, en pequeños y grandes detalles. Sapir ha estudiado y mimado cada secuencia como si se tratara de un todo para luego ensamblarlas en una obra no sólo distinta sino directamente marciana, en la que no deja de lado a los que moral o espiritualmente le han echado un cable desde la otra dimensión: aquí y allá saltan los homenajes, los guiños a Murnau, a Meliés, a Wiene… Valiente, creativo, y además agradecido. Toda una joya este Esteban Sapir. Y toda una joya «La antena», ante la que no valen excusas ni reticencias por su formato. Los desconfiados capitularán pasados los primeros 30 segundos para entregarse al poder de las imágenes, de los sonidos y del mensaje que Esteban y su antena transmiten a quienes estén dispuestos a conectar con él. Una auténtica gozada para los sentidos. Un quimérico desafío a la imaginación.