Una muñeca hinchable de última generación puede tener múltiples aplicaciones, aunque si hablamos de cine su lugar difícilmente sea otro que la comedia gamberra. Pero cada regla tiene su excepción y, así, el hasta ahora realizador publicitario Craig Gillespie, utiliza una de esas «real dolls» para desarrollar una historia de connotaciones freudiano-sentimentales con un protagonista (Ryan Gosling) tan negado para las relaciones sociales que roza el autismo, aunque a última hora la cosa tome la senda del discurso sensiblero y el «todos somos buenos». De lo inofensivamente amable al drama psicológico hay un trecho que este australiano afiliado a la (requetesobadísima) estética indie del nuevo siglo no ha sabido o no se ha atrevido a recorrer, y cuando un director opta por entregarse al happy ending antes que por dilucidar el verdadero intríngulis de su película y sus personajes (en el caso de «Lars…», fotografiar estos tiempos de aislamiento y neurosis) se está retratando de manera meridiana.
Nos queda el trabajo de Gosling, un actor que escala peldaños con paso firme allá en las doradas escalinatas hollywoodienses y que tiene una admirable facilidad para encarnar personalidades extravagantes. Este Lars podría haber sido para él un verdadero ejercicio de neurastenia interpretativa sin tan sólo el maestro de ceremonias, Gillespie, se hubiera decidido a poner más carne en el asador. Visto lo visto, casi habría sido preferible contemplar a Jack Black o a cualquier sucedáneo haciendo el cafre con la muñeca de marras. Y es que ya lo decía la propia Biblia: cualquier cosa es mejor que la tibieza. Lo de Gillespie y el espíritu Sundance en general huele a chamusquina (o a timo).