Con o sin guiones de su autoría (no firma éste de «Elegy»), Isabel Coixet tiene muy claro que su presencia en el mundo del celuloide tiene como único leit motiv hablar de amor y soledades; del factor sentimental siempre con un importante poso de sufrimiento en las vidas de los personajes que coloca en pantalla. Este romance otoñal de «Elegy» entre un profesor universitario (Ben Kingsley), tan adicto al sexo con sus alumnas como reacio al compromiso, y una de esas pupilas (Penélope Cruz) que llega para romperle todos los esquemas, pone de relieve, además, otro de los mandamientos de Coixet: controlar los sentimientos, los afectos, es tan utópico como intentar capturar con una sola mano el agua de lluvia. Ese catedrático de vuelta de todo (y de todas) va en busca de un buen polvo y acaba llorando por los rincones su desamor. Es la suya una catarsis a la inversa que Coixet cocina, como suele hacerlo, a fuego muy lento, embebida eternamente de su tono literario y reflexivo. Isabel es una narradora nata y nunca duda en trasladarnos los pensamientos más íntimos de sus personajes: el espectador es el «querido diario» al que el alter ego de Kingsley confía todas sus cuitas, y con semejante actor como el inglés, uno se deja hacer para acompañarle en lo que él mismo cataloga, en una de sus elocuciones, de «montaña rusa emocional». El choque entre el hombre que encarnó a Gandhi y Pé es, cuanto menos, desigual, aunque la ex de Tom Cruise sale del trance con bastante dignidad, dejando tras de sí el único trabajo decente en el que ha tomado parte desde que alguien decidió convertirla en superestrella internacional de la noche a la mañana.
«Elegy» es más de ese dramatismo exacerbado rozando con la depresión y de ese intimismo formal que tanto detestan los detractores de la directora catalana; que tanto gozan sus incondicionales. Isabel Coixet es sobre todo y ante todo una rara avis del cine patrio que vuela libre, al margen de adhesiones mediáticas, sin mendigar subvenciones. Eso sólo puede imponer respeto; pero es que, además, es una realizadora consumada y brillante, que cuenta penas, sí, pero es que la vida sólo era de color de rosa en cierta canción de Edith Piaf.