Cosas-que-perdimos-en-el-fuegoNo hay nadie que merezca más el agasajo y el oropel hollywoodiense que la directora danesa Susanne Bier. Se lo ha ganado. Por su exquisita sensibilidad, por su compromiso, por su fe inquebrantable en una forma de hacer cine por, para y sobre personas de carne y hueso. Si Bergman se pasó toda la vida tratando de diseccionar el alma humana y sus ignotos designios, alguien como Susanne prefiere no perder demasiado el tiempo filosofando y se lanza directamente a escenas de la vida misma; del dolor, cuando llega, o del gozo, si es que llega. Así, con todos esos bártulos en su mochila, ha partido hacia la tierra del tío Sam para poner en práctica, con un poco más de dinero y con actores yanquis, lo que ya había aprendido a hacer en bombas de relojería afectiva como «Te quiero para siempre» o «Después de la boda». Salvo por pequeños matices, quizá más debidos a la idiosincrasia del país que la ha adoptado temporalmente que a una voluntad por construir una película emocionalmente más accesible, «Cosas que perdimos en el fuego» es una obra que reúne todos los elementos conocidos en las historias de la amiga de Von Trier. Una familia feliz hasta decir basta, una muerte y un yonqui con ansias redentoras; un triángulo de circunstancias entre cuyos vértices mueve Bier su objetivo impoluto en una radiografía de los sentimientos (que no sentimentaloide) tan acertada, tan cálida, que cuesta creer que haya nacido en un frío cerebro nórdico.

«Cosas que perdimos…» comienza hilando sucesivas elipsis temporales que colocan al espectador rápidamente en situación, dentro de ese entorno idílico de clase alta en el que viven el matrimonio de Halle Berry y David Duchovny con sus dos churumbeles. Una plenitud casi extrema, porque es desde ahí desde donde Bier nos trasladará, una vez introducido el factor trágico, hacia el otro punto cardinal de la película: hacia el sufrimiento que no encuentra consuelo posible. A esas vidas que se rompen llega un no menos quebrado Benicio del Toro para, como en la canción, decir aquello de «ayúdame y te habré ayudado». Enorme Del Toro, por cierto. Otro regalo más que agradecerle a nuestra querida Susanne: el retorno a las tablas después de un par de años sabáticos del que probablemente sea el mejor y más dotado actor de su generación, que aquí hace piña con la Halle Berry que más nos gusta, la que nunca está más guapa que con la cara lavada, la sufridora, la que mereció y ganó el Oscar por «Monster’s Ball». El «choque» entre Berry y Del Toro tiene mucho del que emparentó a la ex Miss EEUU y a Billy Bob Thornton en la cinta de Marc Forster: es la química que surge no de la risa y el placer, sino de las horas más amargas. En manos deBier, y esa manera tan suya de casi acariciar a sus actores con la cámara, este tándem interpretativo se destaca como lo mejor que se ha visto en una pantalla en mucho tiempo.

Ahora sólo nos queda alimentar la curiosidad de si Susanne prolongará su estancia en la meca del cine o si comprará el billete de vuelta a Dinamarca. Una curiosidad más geográfica que de otro tipo, porque su siguiente paso cinematográfico sólo puede ser uno: sintiendo, que es gerundio.