La rubia más despampanante de la música americana desde Dolly Parton acaba de parir su séptimo trabajo de estudio (discos de poemas aparte) y, afortunadamente, la de Alaska continúa en la línea pop-folk del anterior «Goodbye Alice in Wonderland», dejando claro que los devaneos con la música disco en «0304»fueron sólo un mal sueño, por muy bien que le sentaran a sus curvas los corsés de cuero rojo y los shorts de vinilo. Jewel ya no es la trovadora minimalista de sus dos primeros discos; su música se presenta mucho más recargada que entonces, más llena en los terrenos instrumentales, quizá un poco más vacía de contenido y, por supuesto mucho menos íntima. En cualquier caso, si se consigue, en un complicado ejercicio mental, desposeer a sus canciones de carcasas innecesarias, nos queda la Jewel que siempre nos sedujo: la que es capaz de escribir temas deliciosamente naïf por acá, exigirle a la pareja de turno que espabile y le dé todo lo que una mujer necesita por allá, o lanzar odas al amor universal por acullá. La señorita Kilcher tiene voz y capacidad interpretativa para resultar creíble en esos y en muchos otros contextos. Por encima de sus encantos puramente carnales, difícilmente disfrutables en CD, es esa garganta de oro la que vale su peso en ídem.
Dentro del universo mainstream, al que Jewel indudablemente pertenece, su propuesta tiene y ha tenido desde el principio un altísimo poder adictivo capaz de sobrevolar prejuicios y reticencias, a poco que se asuma que la autora de «Hands» es lo que es, una artista bastante más afín, al menos en lo estrictamente musical, aShania Twain que a la insobornabilidad de Emmylou Harris,Stacey Earle y similares. Sin embargo su talento para fabricar como rosquillas melodías bañadas de almíbar es tan evidente como el hecho de que nunca necesitará un wonderbra, por lo que, nobleza obliga, démosle al César lo que es del César, o a Cleopatra; a la Cleopatra rubicunda del country que se eleva en las listas de venta como un géiser de champán.