Poner a Tim Burton ante un musical como «Sweeney Todd, el barbero demoniaco de Fleet St.» es como sentar a un niño (superdotado) con zapatos nuevos delante de un mecano de piezas contrahechas con las que desbocar su creatividad. El Burton expresionista, el genio del cine neogótico, ha encontrado en «Sweeney Todd» su cumbre, el anillo que mejor encaja en sus dedos huesudos de titiritero siniestro. La historia de ese rapabarbas que busca vengar la muerte de su esposa bascula entre el romanticismo de cuento de hadas y la pesadilla dickeniana y está plagada de canciones que esconden entre sus notas dulzonas una manifiesta vocación sangrienta. El primer navajazo al pescuezo llega como un directo a la boca del estómago, tal es la pericia con la que Burton juguetea con el espectador, como el mocoso travieso que es, engatusándolo hasta ese momento en el que parece decir: ¿alguien pensaba que se iría de rositas aquí?
Se mastica la química entre Tim y el relato; lo suyo ha sido un flechazo en toda regla, y no hay menos química entre él y su compadre Johnny Depp, protagonista absoluto, que se hace extensible a la señora de Burton, Helena Bonham-Carter. Sin desmerecer a los enormes secundarios Alan Rickman o Timothy Spall (nació para ser un villano de tomo y lomo), Johnny y Helena le dan a Tim todo lo mucho y bueno que llevan dentro. Deppreconduce su histrionismo de los últimos tiempos y la Bonham-Carter le replica como si se hubiera pasado la vida sobre un escenario de Broadway. Ambos se implican en sus papeles hasta el tuétano, probablemente movidos por el entusiasmo del director de «Ed Wood» hacia este proyecto, y por la certeza de estar formando parte de una película inmortal. Porque «Sweeney Todd» prevalece por encima de gustos o géneros. La fobia a los musicales puede ser motivo de reticencias, pero sólo hasta que el hombre que convirtió Gotham City en el sueño de un Gaudí de luto nos atrapa en su mundo. A partir de ese momento sólo hay espacio para un deslumbrante viaje que abandonaremos dos horas después con la sensación de no haber apenas pestañeado. El Rey ha vuelto, ¡viva el Rey!