Hacia-rutas-salvajesPara su cuarta incursión en la dirección, el rojeras Sean Penn ha elegido trasladar a la gran pantalla la historia de Christopher McCandless. Una historia con la que dar rienda suelta a sus inquietudes activistas y, de paso, entregarse a una orgía de paisajes arrebatadores que, siendo perversos, harían quedar como a un realizador con clase hasta al mismísimo Valerio Lazarov.

McCandless, el (anti) héroe de «Hacia rutas salvajes», existió en el mundo real y decidió huir del mundanal ruido y de la rutina burguesa allá a principios de los 90s. Dos años duró su vagabundear de un extremo a otro de los Estados Unidos, como un Robinson voluntario, de tren en tren, de río en río, hasta llegar a Alaska, meta de su viaje y símbolo ulterior de esa comunión del hombre con la naturaleza que tanto obsesionaba a este chaval de veintitantas primaveras. El romanticismo, el idealismo, están servidos; aunque el hecho de haber basado su película en sucesos reales salva en cierta manera a Penn de ser acusado de imaginar sueños imposibles y utopías. Probablemente, el periplo del jovenMcCandless fue bastante más duro de como Penn lo retrata, mucho más penoso que esa suerte de travesía por el reino de Oz americano donde todos son buenas gentes dispuestas a echar una mano a un desconocido (sí, en los mismos Estados Unidos de la canonización de la propiedad privada y el six-shooter); pero, licencias poéticas al margen, lo importante, el meollo de esa aventura iniciática, vivir al otro lado del sistema y de sus convencionalismos, empapa las dos horas largas de metraje. Aunque no queda ahí la cosa: el californiano transmite emociones poderosas que rozan lo sublime cuando convergen las imágenes de esa América ignota, casi infinita, con las canciones que Eddie Vedder (otro idealista de tomo y lomo) le ha regalado para la banda sonora. Artillería pesada que derriba defensas y encoge corazones. Y así, encogido, debió quedarse el mancebo Emile Hirsch («La peligrosa vida de los Altar Boys») cuando supo que interpretaría a Chris McCandlessPenn le ha dado el papel de su vida con sólo 23 años, y Hirsch ha tenido que ser actor, sí; pero también atleta y hasta asceta para afrontar su creación. Ha subido montañas, nadado en aguas heladas y perdido más kilos de lo que recomienda la prudencia. Todo un prodigio que eclipsa incluso a secundarios de relumbrón, como William Hurt o Catherine Keener, entre otras cosas porque es Emile el amo y señor de todo lo que se ve y se escucha de punta a punta de la proyección. Si su personaje cincela su madurez entre caminos y bosques, Hirschacaba de cruzar la línea que separa a los mocosos de los hombres con sólo una película.

Cuesta imaginar a un tipo duro como Sean Penn y su mirada de vitriolo llorando como un niño ante una sucesión de imágenes. Pero si ha conseguido anidar lágrimas de belleza en los ojos de la audiencia con su trabajo, qué torrentes lacrimales no se habrán desatado en el padre de la criatura. No importa, amigo Sean; tu colega Clint Eastwood también nos puso tiernos con sus «Puentes de Madison», y nadie le ha perdido el respeto. Lo cortés no quita lo sensible.