Es el canadiense Paul Haggis un tipo bien esmerado en su profesión, bien adiestrado en eso de mantener a la bancada con los ojos bien abiertos, y lo hace casi siempre tratando temas o conflictos muy reales, con eso que algunos cursis dan en llamar «calidad humana» (que no es otra cosa que retratar a gente que pisa el mismo suelo que el resto de mortales) sin que eso sea lastre para su faceta entretenedora. Lo logró con el drama urbanita «Crash», y ahora se mete en la polvareda de la guerra de Irak, de donde vienen estos lodos de «En el valle de Elah». Haggis se remite sucesos reales (un ex-militar investiga el brutal asesinato de su hijo, recién licenciado de la cruzada de Bush Jr.) para darle duro no tanto a la guerra en sí como a la máquina de crear psicópatas y homicidas desalmados que parece ser el ejército de los Estados Unidos en su batalla über alles contra el terrorismo, Al Qaeda, y la santa madre que los trajo a todos ellos.
El cebo de «En el valle de Elah» es su trama detectivesca, guionizada de manera modélica y meridiana; una estructura lineal y bien definida que permite seguir la historia y los acontecimientos sin posibilidad de perderse en desvíos o encrucijadas. A medida que avanza esa parte más «lúdica» de su última película, Haggis dispersa aquí y allá imágenes, testimonios del horror, y quien se encarga de encajarlos en primera persona es un Tommy Lee Jones tocado por el don de la contención. No descubrimos nada nuevo: el de Texas es un actor imponente. Punto. E imponente está una Charlize Theron, no sólo por los obvios motivos meramente carnales (que también) sino por conseguir que la gran actriz que es destaque por encima de su espectacular palmito. Con todos esos pertrechos Haggis lleva a muy buen puerto una obra tremendamente seria, sin la exhuberancia visual de «Crash», pero igualmente intensa.
Hollywood necesita directores como Paul Haggis. Necesita encontrarlos y mimarlos, porque valen su peso en oro.