un-lugar-en-el-mundoLa férrea personalidad de Adolfo Aristarain hace que prácticamente todas y cada una de sus obras sean manifiestos rotundos de su manera de entender el cine y, sobre todo, de entender la vida. Sin embargo, si debiera legar una sola de sus películas como testamento vital y artístico, seguramente no tendría más remedio que ceder ese privilegio a «Un lugar en el mundo» . Junto a esa pareja de idealistas, y un tanto ácratas, que abandonan la cómoda vida de la gran ciudad para llevar su pequeña revolución social al corazón de la Argentina más mísera,Aristaráin dejó las huellas indelebles de sus grandes obsesiones: el amor vivido como acto de lealtad y compañerismo; la amistad, siempre regada con licores de generosa graduación a esas horas en las que la noche pierde su nombre y, por supuesto, su lúcido ideario.

En el fondo Aristaráin es un pensador con vocación de escritor convertido en director de cine por accidente. Es alimento para el alma atender a sus diálogos tan clarividentes como relativistas. Ahí es donde el literato, cámara en mano, se crece y da relieve a conversaciones sobre lo divino y lo humano -sobre todo lo humano- con la habilidad de los viejos artesanos.

Para colmo de bienes «Un lugar en el mundo» nos regala la química perfecta entre dos actores enormes: Federico Luppi José Sacristán . Es viendo interpretaciones como las suyas cuando perdemos un poco más la fe en el supuesto talento de las nuevas generaciones. No nos olvidamos de Cecilia Roth , brillante y bella como de costumbre; pero la conexión Luppi – Sacristán supone uno de esos encuentros mágicos que eclipsan todo lo que les rodea en varios kilómetros a la redonda.

No hay justicia en el planeta Tierra. No la hay, y Aristaráin nunca se cansará de gritarlo desde su silla plegable, preferiblemente degustando un buen whisky on the rocks . No hay justicia, pero sí belleza, y este lugar en el mundo del director argentino es el mejor de los ejemplos.