Justo diez años después de ablandarle el corazón a media humanidad con la adaptación al cine de las andanzas del beatífico Atticus Finch y sus no menos santurrones churumbeles en «Matar a un ruiseñor», Robert Mulligan volvía a acostarse con niños, pero no para, como dice el refrán, levantarse empapado en orina de mocoso, sino, muy al contrario, con la perversa intención de provocar el relajamiento de esfínteres del respetable.
Dos hermanos gemelos. El uno, cándido e inocente; el otro, con cierta tendencia al sadismo. Dos querubines asilvestrados y un giro maestro, un secreto que Mulligan nos sustrae con pericia de prestidigitador con un montaje milimétrico que se disfruta en toda su plenitud en segundos o terceros visionados de la cinta, cuando uno ya está alerta de lo que esos críos y su familia ocultan.
Es posible que los cerebros más privilegiados o las mentes más maleadas por la sobre-exposición al género de horror-suspense descubran prematuramente qué es lo que se cuece entre los pajares y los riachuelos en los que retozan los dos protagonistas, pero eso no puede restar méritos a Mulligan ni al guión de Tom Tyron -a la sazón autor de la novela germen de «El otro»-; a la manera de introducir el elemento perturbador dentro de ese entorno rural e idílico con una carga psicológica que golpea como un martillo en la retina del espectador desprevenido. Cuando se consigue inquietar sin mostrar ni un cadáver, ni una gota de sangre, el contador de historias, el cineasta, está haciendo bien su trabajo: dejar que sea la imaginación de cada cual la que dé forma a las abominaciones que en la pantalla sólo se sugieren. Imaginar siempre es mejor que mirar y los viejos bribones como Mulligan lo tenían muy claro. Eso y que en la sala de cine la risa de un niño es, a veces, el recurso más terrorífico.