Bob Stroud, un perro rabioso, uno de esos sujetos peleados consigo mismo y con el mundo, es condenado a la horca por asesinato; pero, para su mal, no le va a ser tan fácil escapar de este valle de lágrimas. En el último momento su sentencia es conmutada por una cadena perpetua, así que deberá pasar el resto de sus días en una celda de aislamiento.
Partiendo de esa premisa y basada en hechos reales «El hombre de Alcatrazz» lidiaba, ya en los primeros 60, con la tan cacareada reinserción de los presos. Stroud claramente se rehabilita después de que unos cuantos años a la sombran (y la cría de pájaros) templen su carácter impredecible y su ira; sin embargo, el «sistema», no lo ve así: el reo habrá de cumplir íntegra su pena. Es la ley.
A los valores que «El hombre…» ensalza, a esa búsqueda de la libertad interior muros adentro de la prisión, hay que sumar el portentoso trabajo de Frankenheimer tras la cámara, su tacto y su falta de sensacionalismo. En ningún momento busca el aplauso fácil ni el discurso lacrimógeno y eso, dado lo excepcional del caso que retrata, merece unas cuantas medallas. Por su parte Burt Lancaster se hace amo y señor de la pantalla, demostrando por enésima vez que el inmenso talento que atesoraba iba mucho más allá de aquél «temible burlón» y de sus acrobacias circenses. Su interpretación en «El hombre de Alcatraz» es de esos trabajos que dejan huella, un auténtico recital de contención e intensidad.
Pocas veces hemos viajado tan lejos sin salir de una celda.