Poquito a poco y sin hacer mucho ruido el amigo Edward Burns se ha ido labrando una más que digna carrera como director/autor, y lo ha hecho, además, en un género tan poco agradecido de cara a la «intelectualidad» como es la comedia romántica. No es de extrañar que buena parte de la legión cinéfila relacione sus películas con los empalagosísimos productos made in Hollywood creados para mayor gloria de Julia Roberts o derivados y que ni siquiera den una oportunidad al trabajo de Burns. Craso error. Edward tiene un estilo fresco, desenfadado; es un urbanita de pro y patea las calles de Nueva York a imagen y semejanza del Woody Allen más terrenal, pero, sobre todo, y a pesar del contenido a la postre siempre romanticón de sus historias, su poso de ironía, de escepticismo e incorrección, cala hondo. Es el caso de «Los hermanos McMullen», su primer trabajo tras la cámara, donde ya sienta las bases de lo que parece ser su gran obsesión: el compromiso sentimental; la duda ante la perspectiva de una relación duradera que, en principio, Burns no parece ver con muy buenos ojos. El mensaje aquí, como en las posteriores «Ella es única» o «Las aceras de Nueva York», es claro: sexo, sí; diversión, sí; amistad, puede ser; matrimonio e hijos… échenle un galgo.
Estos hermanos McMullen son tres tipos que rondan la treintena, con caracteres contrapuestos y muy marcados. Tres clichés con patas bien reconocibles que, y ahí está el quid de la cuestión, irán mandando a paseo sus principios, sus reglas morales y hasta el corte de pelo en cuanto esa cosa llamada amor, que decíaBodganovich, arrasa con sus vidas. Se podrá pensar que Burnsacaba mostrándose siempre algo conservador en sus desenlaces, pero no hay que perder de vista la naturaleza de los terrenos en que se mueve. Los romances siempre tienen que acabar bien, eso lo sabe hasta el, en tiempos, irreverente Kevin Smith. En cualquier caso, Edward no pretendía con «Los hermanos McMullen» afrontar una disección emocional de la pareja a lo Bergman, tan sólo cargar de neuronas un género proclive como pocos al sota, caballo y rey. Finales felices, de acuerdo; pero razonablemente realistas. ¿O acaso no dicen por ahí que la vida puede ser maravillosa? Para los personajes que imagina este actor-director-escritor-y lo que surja, lo es, aunque tengan que rebajarse hasta el patetismo y tragar miserias para darse cuenta de ello.