A pesar de que, muy probablemente, Ladislao Vajda será recordado per secula seculorum como el hombre que introdujo a Marcelino, al pan y al vino en las vidas de millones de españolitos, lo cierto es que este hombre dirigió dos docenas más de películas aparte de la canonización del niño Pablito Calvo.
«El cebo» es una de esas joyas semiocultas que quedó definitivamente enterrada para la memoria colectiva ea favor de «El juramento», remake americano -bastante potable, todo sea dicho- con Jack Nicholson al frente. Ambas cintas relatan la historia de un inteligentísimo y metódico policía que, a veinticuatro horas de presentar su renuncia, se topa con el caso de un asesino en serie con especial querencia por las niñas. Es uno de esos policías casados con su profesión, sin mucha vida propia. Hasta tal punto llega su obsesión por el deber que, una vez retirado, consagrará sus días a la búsqueda del criminal pederasta.
Vajda conjuga el cine de investigaciones y la construcción de perfiles psicológicos con unas buenas dosis de intriga. Tan magistral es su trabajo que la cinta pasa por delante de nuestros ojos en un suspiro, y entre las muchas virtudes de «El cebo» destaca uno de los diez mandamientos del thriller: inquietar al espectador sin mostrar ni una sola gota de sangre, ni un solo cadáver. Todo queda en manos de nuestra imaginación que, a pesar del aletargamiento propios de la sobreexposición a la muerte y el dolor en el telediario de las tres, nos puede llevar mucho más lejos que la más grotesca y morbosa de las producciones.
Si el firmante de la película que nos traemos entre manos hubiera sido Hitchcock o Fritz Lang ahora estaríamos ante un título referencial dentro de su género, loado en cineclubs y escuelas de cine. Pero su autor fue un tipo de extraño nombre nacido en Polonia, y su obra ha quedado relegada a las videotecas de nostálgicos y cinéfagos. Así es la vida. En cualquier caso, lo que cuenta Vajda en «El cebo» y, sobre todo, la manera que lo hace, es tan universal que hasta un venusiano acabaría inmerso en su caza del asesino. Porque las obras maestras lo son sin necesidad de tener la aprobación de toda la Humanidad. ¿O no?