anna-kareninaDe mujeres que sacrifican hasta sus entrañas por amor y de hombres que, por ese mismo amor, por el mismo pecado, no se dejan por el camino más que el tiempo que les dure el embrujo. El novelón de Tolstoi enaltece las pasiones sublimes pero, sobre todo, expone una de las tristes realidades de la sociedad machista de ayer y de hoy: a igual crimen diferente castigo, dependiendo de si cuelga o no algo de la entrepierna. Para ella, la adúltera, la ignominiosa, el ostracismo y la vergüenza. Para él, la víctima de la malvada tentación, guiños cómplices y redención absoluta.

David O. Selznick produjo esta adaptación del clásico de las letras rusas con dos intenciones evidentes: la primera, entregarle al respetable una versión lo más liviana posible del monumental relato. Ya llegarían la hora de abrumar al mundo con el maratón melodramático de «Lo que el viento se llevó» . Por el momento, se limitó a atomizar el contenido de «Anna Karenina» en poco más de hora y media de metraje, y a convertirla en un drama romántico al uso con el que arrastrar a las salas a todas las amas de casa de América -acompañadas de sus respectivos maridos, por supuesto-. El otro empeño claro de Selznick era que su estrella, Greta Garbo, no desapareciese de la pantalla en prácticamente ningún fotograma, y eso es, obviamente, lo que convierte a esta«Karenina» en un fetiche ineludible para cualquier mitómano que se precie. La Garbo se adueña de la cinta por derecho propio. Por su belleza, sí; aunque mucho más por su capacidad de mostrarse como la presencia más seductora de la Tierra un instante, y al siguiente ser una mujer herida y tremendamente vulnerable. Que fue una actriz adelantada a su época ya suena casi a tópico, pero lo cierto es que todos sus partenaires y compañeros de plano aparecían encorsetados y acartonados a su lado; desde el altivo Basil Rathbone hasta Maureen O’Hara, pasando por el galán Fredric March , en todo momento a kilómetros de «la divina». No, definitivamente, no tenía mal ojo el señor Selznick .

Quizá el ilustre Leon Tolstoi se habría horrorizado al ver su magna obra convertida en un folletín de lujo lleno de juramentos de amor eterno, pero seguro que se replantearía sus recelos en el preciso instante en que viese a esa criatura de mirada nebulosa descender de un tren entre la espesa bruma. El gran Leon exclamaría un sonoro: «!Qué demonios!», y pelillos a la mar. Encontrarse con su novela reducida a la mínima potencia se puede quedarse en simple anécdota ante la visión de una diosa.